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martes, 29 de enero de 2019


El mismo frio de la carreta, contra mi boca, amén de los baches, lo estoy sintiendo ahora, 35 años después. Mi boca de pez contra la pared de vidrio, siento la respiración de los aviones que llegan y se van estremeciendo todo de ese modo solapado que me hipnotiza y me salva una y otra vez.

-Pasajeros del vuelo Beirut-New York… 

Camino detrás de dos mujeres envueltas en trapos que llevan mí mismo destino. Ellas corren, yo corro,  ellas se pierden, yo me pierdo, se ríen tapándose la boca, yo viro la cara. Ellas se metieron en un baño y gracias a mi habilidad de caminar mirando el piso, pude reconocerlas cuando salieron, las conocí por los zapatos, colección de primavera de Gianvito Rossi, porque de ahí pa arriba, ya no quedaba ni un trapo, más bien todo ajustado, enmarcado y divergente.   Son como este país, donde nada es lo que parece.

Empiezo a contar mis pasos. Los pasos separan más que los autos, más que los trenes y más que los aviones, porque cuando caminas el cansancio debilita la agonía, mientras que si vas sentado la agonía se hincha, se acomoda, se acuclilla en el lado más confortable de la memoria y se queda allí,  como una gata. Por eso camino, lo más rápido que puedo, tengo un tacón medio flojo, pero avanzo, y sigo contando los pasos, cien, ciento  veinte, si los sumo con los mismos cien o ciento veinte de él,  que va en sentido contrario,  ya es un buen tiempo  de pasos que nos separan.

-Pasaporte y pasaje, por favor.

-Aquí están.

 ¿Sólo estuvo dos días en Beirut, Eva?

-Sí. Pensé estar una semana, pero tuve que adelantar el regreso. Me hubiese gustado quedarme algunos…

-¿Cómo se deletrea su apellido?

-B-I-C, Bic

-¿Bic, como la marca de bolígrafos?

-No, Bic, como la marca de maquinillas de rasurar.

-¿Usted tiene algún problema con mi barba?

-No señor. Era una broma. Lo que pasa es que…

-Raro. Un viaje demasiado  largo, para una estancia tan corta.

-Sí, tiene razón, un viaje como de veinte años para un regreso de algunas horas.

-Como sea. - El oficial levantó la vista, me imagino que para asegurarse de que yo no lucia del todo demente y me entregó mis documentos.  - ¿Que lleva en la mano?-

-EL tacón de mi zapato.

-Occidentales…balbuceo entre sus dientes robustos y amarillentos mientras me acercaba un cesto de basura

- Échelo aquí, por favor.

-Si quiere le doy el otro. - Levanté el pie izquierdo y sin mucho esfuerzo lo  arranqué.

-¿A dónde irán  a parar mis tacones? Pregunte sin esperar respuesta.

¬-¿A qué  se  refiere?

-Nada, solo lo decía por lo de la Revolución de la basura, mis tacones terminaran olvidados en alguna calle céntrica de Beirut, o en un parque maloliente.

-Ese no es su problema, apúrese que el vuelo va a cerrar. Buen viaje.

Y otra vez mi cara contra el vidrio, ahora la ventanilla, medio ovalada…

jueves, 27 de agosto de 2015

Piel baldia (Fragmento)


Piel baldía. Fragmento.

Como todos los pueblos de este mundo, Malvango también tenía su loca. Se llamaba Adis, andaba por los cincuenta años cuando yo la conocí, recién llegada. Todos la miraban de reojo, y aunque ella andaba hilvanando una historia con otra, de casa en casa y de taburete en taburete, nadie la escuchaba,  nadie… sólo yo.  -“Esa tiene la locura debajo de la cintura”-, decían, y eso a mí sí me quedaba clarísimo: Adis estaba enferma del ombligo. Y yo no la escuchaba por educada, ni mucho menos porque me resultara interesante, yo la escuchaba porque Adis era la única persona del pueblo que se había dado cuenta de que yo ya entendía el  español.  Entonces ella me extorsionaba, nunca lo dijo,  pero yo sabía que escucharla era el precio de su silencio, mi única oportunidad de seguirme haciendo la tonta.  Cuentan, y digo cuentan, porque esto sí que no lo viví, que cuando el ciclón Flora, Malvango quedó sumergido y destrozado, prácticamente flotante,  las  casas de madera colapsaron, los animales se ahogaron, las siembras se perdieron, y el espirito del pueblo se resquebrajó  por la única muerte humana que tuvieron que lamentar: la pequeña hija de Adis. No recuerdo como se llamaba, pero cuentan que cuando pasó el ojo del huracán,  Adís  agarró a su hija de la mano, para ir a un lugar más seguro, y en cuestión de segundos, rompiendo aquella calma aparente, aquella trampa  viscosa, una ráfaga de viento se la arrebató para siempre  y la lanzó con verdadera demencia contra un árbol.  A partir de entonces  Adis empezó a deambular sin rumbo, oía lamentos y hablaba lo mismo con las cañas  que con el marabú, a veces hasta rompía la corteza con sus dedos,  y en las fogosas tardes de verano se encerraba en su casa, y entonces era cuando veíamos a más de uno entrando y   saliendo por la puerta trasera de la cocina, me imagino que iban a calmarla. “Míralo, ya anda encuevao  con la loca”,   acusaban sin reparos…  Después salía ella, radiante, con su cuerpo redondo y esponjoso,  oliendo a colonia,  y a yerbas, un olor dulzón y empalagoso, cuyo origen  ya habíamos descubierto jugando a los escondidos:   Adís se bañaba con un cubo de agua de pozo y montón de gajos verdes, ritual que me comentaría con lujos de detalles algunos años después… Se sentaba a la sombra y empezaba a cantar…

-Canta como las hienas, decían-. Pero a mí me parecía bonito, cantaba como yo, sin ton ni son, pero con el alma, que es como se debe cantar. La  verdad   es que era mejor oírla de lejos…

 


 

lunes, 27 de julio de 2015


Piel baldia. (Fragmento)
La casa de los Morales era la última de Malvango, estaba bastante lejos de todo, del “paradero del tren”, de la bodega de Nicanor, del canal con el chorro de agua más exuberante de toda mi vida, y también de la escuela. Colindaba con tierra de nadie por el fondo, con cañaverales interminables por un lado y el potrero por el otro.
El camino para la escuela tenía dos variantes, una larga y ruidosa porque había que pasar por decenas de casitas y saludar con un raro “ ehhhhyyyy” a cada persona con que me cruzaba, y la otra un poco peligrosa y prohibida para mí, que era saltando una cerca de alambre de púa y atravesando en diagonal el potrero lleno de ganado. Quizás si no me lo hubieran prohibido yo lo hubiera pensado mejor, pero tratándose de mí, la elección era obvia. 
-Un día le va a fajar un toro, con esa falda colora, y esa cara de papaya. - Decía la abuela Hilda, día tras día, con un desamor confuso que no me dejaba claro cuál era exactamente su deseo.

Pero a mí no me importaba, lo mío era andar con la mente, literalmente, en las nubes, inventando figuras en aquel cielo “come- ojos “de la una de la tarde. El cielo de aquel pueblo era distinto del resto del cielo, era un pedazo diseñado por Dios especialmente para la ataraxia Malvanguera, era plomizo, mudo, muy azul y con muchas nubes compactas y definidas, que no se movían ni a fuerza de deseo, y para colmo con algunas columnas de humo como de pequeños volcanes, que aun 30 años después, no tengo ni idea de dónde surgían. Mis ojos, pa ni ver las vacas, alternaban entre el cielo y mis pies. Mis zapatos eran como los de la mayoría de las niñas de Malvango, negros con cordones, como de cortar caña, pero más bajitos, a nivel del tobillo. Tenían que estar lustrados, había de darle cepillo a diario de derecha a izquierda, y tenían que brillar como un espejo, ese brillo era más importante que el brillo del cerebro, que el brillo de los ojos, que el brillo de la lata de hervir ropa. La única cosa que superaba el brillo de los zapatos colegiales era el brillo del par de motazos de talco en el pecho cobrizo de todas las mujeres, símbolo de limpieza irrefutable y hasta de dignidad. Pero lo más cruel era que aquellos zapatos eran irrompibles. Eran capaces hasta de detener el crecimiento del pie y redondear los dedos a fuerza de no doblegarse. Eran casi casi los zapatos de las concubinas asiáticas, pero sin lentejuelas.
Pero yo, experta en destruir lo construido para la eternidad, encontré el modo de acabar con ellos. Siempre he tenido la mala costumbre de contarlo todo, las líneas que separan las aceras en cuadros, los balcones de los edificios, los postes eléctricos, los pájaros en los tendidos, y obvio, al no poder contar las vacas (pa no mirarlas) y separarlas de los toros, o por colores, pues lo único que me quedaba era contar sus plastas de mierda. Primero las contaba con los ojos, llegué a contar hasta 70 en los mejores días, pero luego el ganado aumentó y empecé a brincar de plasta en plasta, mientras más durita por el sol, mejor, pero por dentro estaban blanditas. Así día por día llegaba con los zapatos llenos de mierda, me paraba al lado del pozo, sacaba un cubo de agua y se lo echaba encima, los secaba al sol, y a darle cepillo otra vez. No duraban ni tres meses…

martes, 19 de mayo de 2015


Yo he llorado a mis muertos. He llorado a más muertos de los que me tocaban en esta vida y en la otra.  Primero fue mi amiga Vicka, tendría unos seis años cuando se fue al cielo por la rareza de “ser azul”, -No la toques- me susurraban las viejas mientras tejíamos margaritas en el patio, y entonces yo le agarraba la mano y la arrastraba en una carrera frenética que la dejaba asfixiada, y me decía  riéndose "otra vez". Un día me despertaron temprano y me vistieron con un traje gris inaudito, un gris que gemía por sí solo, un gris con espinas, me pusieron un pañuelito en la cabeza, como lo exige la iglesia ortodoxa rusa, y me llevaron a despedirme de mi única amiga, suavemente acomodada en una caja de madera, adornada con encajes bordados a mano  y monedas. Atravesamos la puerta y abrí los brazos, como lo hacíamos buscando equilibrio en los bordes de la acera,  un paso, dos, un pie detrás del otro en una linea recta, perfecta, la luz  anaranjada de las velas se reflejaba en mis zapatos de charol negro, otro paso, y otro mas, quiero llegar pero no quiero, ojalá existieran los pasos que aún dándolos hacia delante nos llevaran hacía atrás,  me parecía escuchar a Vicka riéndose a carcajadas como cuando yo me tiraba al suelo a propósito para que ella ganara, porque en el traspatio de mi ingenuidad yo sentía  que ella estaba perdiendo. Llegué hasta la cajita blanca, más blanca que ella, que de tan blanca era azul, y traté de hacer mi última acrobacia , mi último intento por despertarla, pero esta esta vez ella no se rió, y sólo veía sus ojos cerrados, sus pestañas de polen y me ahogué en un llanto incontenible,  que recorría todo el cuerpo hasta llegar a los ojos, y brotaba caliente y afilado, como sólo el dolor verdadero sabe hacerlo. Yo tenía seis años y sabía que no era el llanto de la cebolla, era un agujero negro en el centro del pecho, un aullido de loba que se quedaría conmigo para siempre...
...


...avanzamos  por la calle Sovetskaya, que ya no me parecía tan ancha ni tan citadina, iba mirando los números de los edificios grises grises, sin gracia, hasta que llegamos al número  29, lo bordeamos y justo frente a la entrada, en el banco de madera y hierro fundido, casi invisible entre el enjambre de flores primaverales, estaba ella, con su mismo pelito desordenado, cinco o seis años, y su sonrisa sin dientes. No sabía si desfallecer, si cerrar los ojos o abrirlos.  Había vuelto y estaba allí, esperándome, más allá del tiempo, estaba idéntica, etérea, frágil, sonriente, y delicadamente azul...

-Se llama Vicka-, me dijo una mujer que la acompañaba, probablemente porque vio mis ojos de delirio y mis brazos inexplicablemente abiertos.

 -Lo se. Respondí con aplomo.
...

sábado, 16 de mayo de 2015

Piel Baldia (Fragmento)


 
A Eva la conocí de cerca, siempre andaba con el alma deshecha, el pelo deshecho, la vida hecha un nudo, que por el  contrario, nunca estaba deshecho, sino que cada vez se enredaba y se apretaba más, tanto que no había Dios capaz de deshacerlo. Bajaba y subía la escalinata de la residencia Quintero con una rapidez absurda,  como  si en lugar de Santiago, viviera en Nueva York, como si siempre tuviera un lugar danzante a dónde ir… quizás lo tenía,  no lo sé, pero lo que si sé es que Eva era un misterio. Aquella noche también llegó con los ojos hinchados y las manos frías, temblorosas, nadie supo nunca porque temblaba, pero tenía ese movimiento desesperante y sordo que delataba su miedo o su ira. Dormía los días de sol, y salía a desandar la ciudad los días de lluvia, sin paraguas ni zapatos, pero caminaba con vehemencia, como si a una hora exacta fuera a cerrarse  alguna puerta, para siempre.

-Se fue.- Fue lo único que Eva dijo aquella tarde,   y se desplomó sobre sus rodillas como una estatua dinamitada, como un rascacielos en implosión, como un ángel atravesado por una flecha de vidrio. 

- ¿Quién? - Preguntamos todas casi al unísono,  entre chismorreo y sorpresa. Sabíamos que ella perseguía a la gente que tarde o temprano tendría que irse, a la gente que estaba desbordante de urgencias, de música, de  cables cruzados, de ganas de vivir y explotar como fruta madura.

Pero yo si sabía. Se habían conocido apenas un par de meses atrás. Él le pidió ayuda con su tesis y su rostro estaba desdibujado en la oscuridad de la noche, en la soledad de la escalera, en la absoluta ceguera de la indiferencia.  La primera idea fue negarse, no había tiempo para tesis ajenas,  ni voluntad, ni deseo… pero estaba oscuro, y ese hombre estaba frente a ella,  expectante…viril,  Eva no lo veía, apenas lo escuchaba, pero disfrutaba su voz con ese acento suave, enigmático, y el olor a hombre hambriento. Estaba oscuro y quizás por eso en un ademán de manos se rozaron, y ella sintió que nada, absolutamente nada en este mundo era más urgente para ella, que ayudarlo.

Ella lo llamaba Mu, un poco por discreción, para poder mencionarlo sin que en realidad nadie supiera de quien hablaba.  Se escurría a media noche de la habitación y regresaba en la mañana, a veces radiante, a veces dispersa “No he dormido nada, la noche entera escuchando radio-reloj”,  decía mientras se enredaba en su cama para recuperarse. Nadie le creía lo del radio, la mirábamos con gracia: “si, como no… radio reloj.”  Pero lo cierto es que Eva…

domingo, 12 de abril de 2015



Piel baldía ( fragmento)

A pesar de la humedad y el bullicio de aquella primera noche salvaje, un suave y enigmático olor a almidón planchado me sedujo y dormí estupendamente. Desperté con los hilos de luz que traspasaban mi mosquitero. Mi cama,  aunque estaba un poco oxidada, alguna vez había sido blanca y me parecía hermosa con sus hierros fundidos en forma de arabescos. Mi madre ya se había levantado, y aunque aún las maletas estaban acomodadas una encima de la otra, ella ya había puesto su "sobrecama" de amapolas que terminó siendo, para su orgullo, la envidia de todas las mujeres.
Yo siempre he tenido ciertas dudas sobre el amor, pero me inclino a pensar que es una reacción química entre una molécula de lujuria con  setecientas moléculas de locura. Esa sería la única razón capaz de justificar  aquella aventura.  Miré afuera y allí estaba, con un vestido rosa intenso (que también tiene su historia) paseándose frente a los cañaverales. El le explicaba que allá en el horizonte, bien allá, donde sólo había monte y bejuco, allá... (y yo emocionada esperando, expectante, ansiosa, a ver por fin  que era lo que  había, porque al parecer si había algo... ) donde ves aquel punto negro de no sé qué cosa, termina "Malvango" y empieza "Tira-Palo"... Un notición. Para mi, que estaba en medio de la emoción de los Juegos Olímpicos del 80, que ya se apoderaba de todos los entornos cubanos, " Tira- palo" traducido al ruso sonó como un extraordinario lugar de lanzamiento olímpico. Pero no, era algo un poco menos interesante, otro caserío, que se construyó con no se qué palos que se tiraban desde un tren en marcha, y en honor al suceso, se llama " Tira- palo".

En aquella época yo no entendía  nada, pero ahora no tengo dudas: Ella se imaginaba que al atravesar el Atlántico  iba para una hacienda de novela brasileña, que viviría rodeada de ganado y frutas exóticas, se echaría aire con gigantescos abanicos de plumas y tomaría leche de cabra sin conservantes ni límites.  Ella sería  Doña Bella. Será por eso aquella extraña afición por hacerse fotos encaramada en un caballo, el único decente de todo Malvango, sentada de lado con cierto aire aristocrático y su vestido de flores, y con toda la familia alrededor (fuera del encuadre) pidiéndole a Dios que no se cayera. -A esta rusa le falta un tornillo-, decían, y yo estaba de acuerdo, no uno, sino todos. Pero ella lo amaba, y creía que El la amaba,  y eso era suficiente...

jueves, 2 de abril de 2015

Piel baldía. (Fragmento)


Solíamos cruzarnos en la calle… yo como siempre sin rumbo, perdida dentro de mis propios pasos, él, no sé, pero nos cruzábamos y siempre me sonreía. Llevaba el pelo largo, y a pesar del calor santiaguero traía una bufanda. Probablemente estaba loco, eso decían, pero a mí me resultaba interesante, especialmente porque siempre aparecía cuando yo andaba buscando a otra gente. Hasta que un día empezó a caminar a mi lado, yo apretaba el paso, y él también, yo no tenía rumbo, y al parecer él tampoco, yo hacía izquierda, derecha, marcha atrás, y él ahí… la p… madre que lo parió. Ya me estaba desesperando cuando me preguntó mi nombre. –Yo no tengo nombre-, le dije, Entonces te llamarás “Ella” dijo sonriendo. Y yo seré “El” -continuó mientras trataba de acoplar el paso a mi “casi – carrera”, llena de pánico-.
-¿Y a dónde vas con tanta prisa? Empezó a interrogarme. -Esa es una pregunta retórica en mi vida, es la esencia de todo. Un destino, una meta final inexistente, una prisa sin sentido… a dónde podía yo ir, si estaba dando vueltas pa atrás y palante en el mismo lugar, habíamos empezado en el parque del ajedrez, llevábamos una hora dando vueltas, y estábamos de nuevo frente al parque del ajedrez. Pero él no se daba cuenta.
-Voy a la biblioteca, tengo que estudiar latín. Le dije, con la certeza de que era la respuesta perfecta para ahuyentar a cualquiera, hasta a mí misma.
-Yo te puedo ayudar, yo se latín.
Era un hombre raro, con una mirada profunda e inexplicable, de palabras ágiles y precisas como un reloj suizo. Caminamos hasta la biblioteca, y para mi sorpresa EL realmente sabía latín. Alguien sin nombre, en este mundo donde nadie sabe nada, sabía latín. Recuerdo que estudiamos la primera declinación. Nos despedimos sin intercambiar ni el nombre.
Sentí miedo, un miedo pálido, pero miedo, un miedo confuso, en el punto medio entre la admiración y el absurdo. Nos vimos muchas veces, decenas de veces, siempre en las mismas circunstancias, por azar, por andar los mismos caminos, desandamos calles y más calles, sin hablar, al menos que yo recuerde. Justo cuando nos encontrábamos me hacía elegir una de las puntas de su bufanda, que ahora tenían nudos… No importaba cuál yo elegía, porque en ambas tenía caramelos para mí. Y se reía a carcajadas como un niño, y yo me sentía confusa, pero feliz. Vimos muchos atardeceres en la bahía, y nunca supe nada de él, ni qué hacía, ni de dónde venía, mucho menos hacia donde iba. Pasaron varios meses, quizás un par de años, y un día me di cuenta de que ya no estaba, ya no aparecía detrás de los postes, al doblar la esquina, o en la entrada de la Universidad, simplemente se había ido como mismo llegó, como una sombra.
Un día estaba revisando la correspondencia a ver si había algo para mí, y me encuentro con una caja llena de sobres hechos a mano, sin destinatario ni remitente. -¿Qué es esto? Pregunté a la encargada.
-Vaya usted a saber, hace tres meses que están llegando esas cartas y nadie las recoge-. Me respondió con indiferencia.
Cogí la cajita, tendría unos veinte o treinta sobres. Remitente “El la extraña” , “El la necesita”, o simplemente “El”… Destinatario: “Ella es hermosa”, “Ella tiene ojos de agua”, o simplemente “Ella”, y abajo decía, edificio F… y ahí pensé, oh que hermoso, y parece que es alguien del mismo edificio donde yo duermo… y seguí leyendo, “tercera planta”, ya empezaba a picarme la curiosidad… “primer cuarto a la derecha”, última cama arriba. Era yo, era mi mapa, era el mapa de mi cuarto, que es lo mismo que decir el mapa de mi mano. Justo ahí lo recordé, recordé que él no tenía nombre, ni yo tampoco, recordé los caramelos, y que una vez había venido a traerme mangos… y me di cuenta de que me hacía tanta falta. Y ahora aquella caja llena de cartas donde quizás estaban todas las repuestas, todas las preguntas, todos esos espacios vacíos y misteriosos que hasta hoy no he podido responder. No abrí ni una, las puse todas sobre mi cama y la que traía en la mano, por la que había identificado al remitente, debajo de la almohada. Y tuve que salir, no sé qué urgencia me sacó de aquel trance, no sé qué circunstancia tan absurda como aquella historia, me hizo abandonar aquella caja. Cuando regresé no estaba, nunca apareció, por más que busqué y pregunté… desapareció. Sólo encontré la que había puesto debajo de la almohada. La abrí cuidadosamente, con un dolor inmenso de haber perdido el resto. Saqué una hoja cuadriculada y una flor seca, con tinta verde decía “Estoy en la Plaza de Armas, y si aparecieras, preferiría estar contigo”.

sábado, 21 de marzo de 2015


Fragmento 3

Juro que no soy culpable... Ni de los edificios-cajones, ni de la sardina en latas, ni de los zapatos de punta redonda, ni de los especialistas privilegiados, ni de los muñequitos que nadie quería ver, como  Volka y Lolka, que ni siquiera eran rusos. Pero especialmente juro que no soy culpable de que después de odiarlo tanto, lo perdieran todo. No me condenen, soy inocente, yo también estoy aquí. (Santiago de Cuba, 1993)


Todavía recuerdo sus gritos, sus dientes amarillos y su saliva salpicándome, sin control, sin orgullo ni misericordia, como un agonizante que no encontró otra grieta para respirar que no fuera destilando su rabia sobre ni hambre.
Yo estaba en segundo año de filología en Santiago, y tendría unos 19 años... y corría el  1993. Pasaba meses sin poder ir a casa,  primero porque no tenía dinero, y segundo, que aún si hubiera tenido dinero, no había cómo vencer aquella distancia. Pasaba días enteros en la autopista, a ver si alguien me recogía y me adelantaba, de tramo en tramo. Así mi viaje, que normalmente sería de un par de horas, a veces duraba 8, 10, 12 o en el peor de los casos, simplemente no ocurría. Y aquel día fue igual, después de pescar una insolación  dramática sin ningún resultado tuve la peregrina idea de ir a la estación de ómnibus. Para mi suerte había allí, a punto de partir, uno con destino a Bayamo. Entonces pensé:  
Ok, olvida la variante de un pasaje, porque no estas en ninguna de las listas milenarias para poder lograr uno, y olvídate de un soborno, porque lo que tienes son cinco pesos en el bolsillo, y para eso necesitarías unos 50. Así que descartadas las dos variantes con probabilidades de éxito, no me quedó más que disponerme a implorarle al chofer que me llevara. Han pasado más de veinte años, he superado enfermedades, desamores, he enterrado muertos, me he caído y levantado más de una vez, y nada, absolutamente nada ha dejado en mi una marca tan caótica como la que me dejó la decisión de acercarme a aquel chofer de ómnibus y decirle: "Señor: yo soy estudiante, usted cree que me pudiera llevar hasta Bayamo?"
Yo todavía no se sí fue mi acento, mi cansancio o mi total falta de gracia, pero aquel hombre se viró hacia mi, despacio, como quien aún esta dudando, y preguntó, con una mueca  no me quedaba claro si era de fealdad o de desprecio...
- ¿De dónde eres?
Debo ser honesta y decir  que, en mi ingenuidad, esa pregunta me supo a gloria, tanto que no pude evitar esa sonrisita bucólica de "Esto empezó bien... Ahora entablo una breve charla y en cuestión de minutos... Tan-ta-ra-rá, estaré adentro". Y pensé:  Si le digo que soy bielorrusa, no va a saber ni un carajo de qué le estoy hablando, así que mejor digo "soy rusa" que eso todo el mundo lo conoce, y así me ahorro explicaciones, y abrevio el proceso de sentarme en el ómnibus.
-Yo soy rusa-, me apresuré a decirle y me quedé mirándolo con mi cara de vaca loca...

En lugar de respuesta recibí un escupitajo, lo vi venir, escuché como lo rebuscaba en su garganta sin disimulo, como sus músculos se inflaban buscando la velocidad necesaria para que sus babas salieran como un disparo mortal hacia mi. Por suerte no tenía buena puntería porque  "aquello" me pasó por la izquierda y siguió rumbo desconocido.
Pero yo seguía allí, quería pensar que era un accidente. Tenía que ser un accidente aquella barbarie. Entonces empezó a hablar:

-Prefiero pasarte por arriba como una rata, antes que llevarte a ninguna parte, por tu culpa nos estamos muriendo de hambre, maldita rusa.

Sus palabras se acomodaban en mis oídos como serpientes, en cuestión de minutos cientos de personas estaban alrededor de nosotros y él seguía vomitando su veneno, exponiendo sus heridas sangrantes. Recuerdo que mi  bolso se resbaló de mis manos, ya no escuchaba, y él seguía culpandome, no bajaba su dedo índice, en algún momento traté de decirle que iba a llamar a la policía, pero tenia un bloque de cemento en la garganta,  y  acto seguido noté en el público un par de ellos, uniformados, riéndose indiferentes.   Sabía que tenía que irme, pero no podía caminar, apenas podía sostenerme. Recuerdo que entrelacé mis brazos sobre el estómago adolorido y vacío, como para que no se me saliera el corazón por cualquier hueco, y me fui moviendo, doblada, me temblaba todo el cuerpo. Nadie me socorrió, no me crucé ni con una mirada de consuelo.

Ya era de noche, todavía recuerdo la luna llena. Llegué hasta la residencia estudiantil de Quintero, subí la escalinata, en cada escalón me lastimaba los dedos, porque, entre la agonía del alma, el llanto y el hambre de no haber comido nada desde el día anterior,   estaba tan frágil que no tenía fuerza ni para levantar los pies lo suficiente. Me metí en la ducha hasta que se me gastara la vergüenza, me acosté como dios me trajo al mundo y le pedí a El,  que me llevara, que ya yo no podía, no quería, ni merecía nada más.


No sé exactamente qué hora sería, cuando me despertaron los gritos del custodio que cuidaba la residencia, y cuyo punto de sentarse en un taburete, era justo en los bajos del edificio F, muy cerca de mi ventana. Primero no entendí nada, como de costumbre, pero luego supuse que estaba en medio de una pesadilla, porque aquel custodio, que no tenía nada que hacer dentro de mi edificio, dado que su trabajo era calentar su taburete y chismosear la correspondencia… estaba frente a mi habitación, en la tercera planta, preguntándole a alguien que dónde dormía “ la rusa”. Me quedé paralizada, me tapé cabeza y todo y empecé a rezar una jerigonza dirigida a “quien pueda interesar”, porque ya a esas alturas no sabía ni a quien dirigirme.
Ya se me estaba poniendo medio gacho el ojo izquierdo, cosa que sólo me pasa en situaciones extremas, cuando tocaron en mi puerta. Es que yo no lo podía creer, ¿cuál era el pecado que me había tocado resarcir ese día? ¿Acaso sería yo la Juana de Arco bielorrusa, que tendría que ir a la hoguera? Mientras mi cabeza se llenaba de hipótesis, el hombre tocaba más y más fuerte en mi puerta… estuve a punto de meterme debajo de la cama. Pero decidí darle frente. De mi garganta salió un “dígame” que por más que lo repetía no se escuchaba ni por mí misma. Me enredé en la sábana, me acerqué a la puerta. (No puedo dejar de reirme recordando esto).
-¿Que usted quiere?, le pregunte casi en silabas.
-¿Tu eres la rusa? me interrumpió, sin mucho protocolo.
-Bueno… yo… -Empecé a balbucear, tratando de ganar tiempo, a ver si se me ocurría una respuesta, por poco me orino, y continué…- No exactamente, mi país está por ahí cerca…
-Chica deja el jueguito y acaba de bajar que te están esperando.
-¿A mí? ¿Y quieeeen? -. Demás está decir que el hecho de alguien me estuviera esperando allá abajo en medio de la madrugada, no era algo común, de hecho, era inédito.
-No sé, es un camión lleno de gente.
-¿Qué Queeee?
Y el hombre se fue. Entonces me asomé por la persiana y efectivamente había un camión enorme, abierto, lleno de gente. Yo no iba a bajar, ya lo había decidido. Pero nada más hice sentarme en mi cama aquel carro empezó a pitar y encender las luces intermitentes. Eso, en el silencio y la oscuridad de Quintero, una madrugada de sábado. Ya taparme la cabeza o meterme debajo de la cama no era suficiente, ya me quería meter dentro de la taquilla, desaparecer, escurrirme por el tragante de la ducha… Y el camión no paraba y mi corazón tampoco. Me llené de coraje, porque ya me estaba enojando, me enganché una bata de floripones, bien rusa, y bajé. Nada más hice salir del edificio oí los gritos de un hombre:
-¡Dale mijita, apúrate, que vamo pa Bayamo, hace media hora que
te estamo esperando!
-¿Pa Bayamo? ¿El que está por allá después de Jiguaní?-. Empecé a
preguntar tonteras, porque ahí si me quedé en shock-.
-Si mija, vamo, súbase, a ver… yo la ayudo.
- Es que yo no tengo dinero- Trate de explicarle, aun sin entender nada
de nada.
-Que dinero, ni dinero, su viaje está más que pago-. Me respondió con
una sonrisa tan dulce, que me curó el espanto.




viernes, 20 de marzo de 2015


Las noches eran, literalmente, una boca de lobo. Sólo se escuchaban los perros, y en los días de lluvia las ranas. También se escuchaban las goteras, el agua que caía por los orificios  del techo de  tejas francesas. Goteras de agua rigurosamente colectadas, lo mismo podía ser en un caldero, que en  un jarro, que en una palangana, cualquier cosa servía. Cuando la lluvia era salvaje, de esas que lograban sacar al abuelo Esteban de balance y hacer su plegaria desesperada, con un par de machetes en forma de cruz, entonces  también perdíamos la electricidad, el vaho amarillento empezaba a parpadear, una vez, dos, a veces tres... y listo: a encender los candiles. No, no hablo de lámparas chinas, ni faroles, ni quinqués, hablo de candiles. Un recipiente con keroseno, una mecha, y una llamarada crujiente, robusta, de un rojo intenso, humeante, muy humeante. Sin embargo, esas noches eran mías. Me metía cuanto antes debajo de mi mosquitero, con mi colcha a cuadros y mi almohada de plumas de patos,  y me dormía hipnotizada  por la gotera que tenía justo al lado de la cabecera de mi cama, tin... tin... tin... Yo tenía algo que me hacía fuerte esas noches: una linterna y un libro grueso de tapa dura "Cuentos clásicos rusos", en ruso, lleno de príncipes y  princesas. Ese era mi paraíso, mi territorio privado, mi franja libre de impuestos.

Pero aquella noche no llovió. El calor pegajoso y húmedo no me  dejaba pegar un ojo, y los perros tenían una verdadera jauría, cuando de pronto empecé a sentir un olor abrazador, venía con el aire, penetraba por cada rendija y aturdía, aturdía a tal extremo, que el abuelo dejó de roncar de súbito y corrió hacia el patio.
- Ave María purísima-, gritaba, mientras elevaba los brazos al cielo, donde crecía, vertiginosa, una columna de humo, la ceniza se esparcía como pólvora, y en la lejanía, entre el ladrido de los perros y los rezos, se escuchaban gritos desesperados de auxilio, gritos con eco. Y corrimos, yo no sabía hacia dónde pero también corría, llevábamos  las mismas vasijas con que recogíamos las goteras, y seguíamos corriendo, y no llovía, había más estrellas que nunca en el cielo, la yerba crujía, el calor se iba sintiendo más y más cercano, ya se veía el aire rojizo, y seguíamos corriendo, atravesamos el potrero, y varios caseríos, las fosas nasales dilatadas, parecíamos bueyes , ya yo no sabía ni qué pensar, no entendía nada, pa mi idea, así, rectilínea y sin dobleces, íbamos pa la guerra.
Llegamos medio muertos. En lugar de la casa había una hoguera, enorme, rodeada de  gente sofocada, como  nosotros.  Aquel fuego en medio de la noche, olía a muerte. Una viejita  lloraba, recostada de alguien, todos la atormentaban con preguntas pero ella insistía en que el viejo se había ido hacía varios días con otra mujer. Que no sabía cómo había empezado el incendio, y que no había más nadie adentro, que la dejaran tranquila. Se secó las lágrimas, respiró tan profundamente que hasta yo lo sentí, que estaba al lado, con las rodillas flojas, y dijo con una tranquilidad pasmosa: No me pregunten nada, no hay nadie a quien avisar. Déjenme despedirme de Él.
- ¿De quién?- Preguntó alguien.
-  Del rancho, mijo, del rancho, de quien va a ser.- Respondió entre dientes. Las llamas   se reflejaban voraces en sus ojos llenos de odio.
Esos incendios en realidad eran muy comunes en Malvango, hay quien decía que el pueblo estaba maldito desde que cerró el centro de Morales, centro cuyas ruinas estaban casualmente frente a nuestra casa. Era un lugar sagrado, nadie debía traspasar el portón de hierro fundido, que era lo único que había sobrevivido al paso del tiempo, el abandono y los ciclones.


Fragmento 1

Primero fueron las gaviotas y el ancla descendiendo, tan lentamente, que jamás habría imaginado lo difícil que sería abandonar aquella isla.  Las calles de La Habana eran una muchedumbre, una masa compacta de sudor y carne, de gritos en un idioma entonces incomprensible, pero definitivamente seductor, armónico,  y raramente jugoso.
El proceso de la aduana era sencillo entonces.  Los oficiales del barco que eran, entre otras cosas, expertos contrabandistas de todo tipo de artefactos, le hicieron una sola sugerencia a mi madre: " raspe las suelas de todos los zapatos, para que no parezcan  nuevos”.  Y así lo hicimos, nos sorprendió el amanecer en plena faena, con el ala caída de tanto raspar y con el alma llena de borrones. Cada movimiento de la mano iba multiplicando, una a una, las olas que habíamos dejado atrás en el Atlántico.
Él nos estaba esperando. Mi madre aún permanecía atada al espejo, pintándose una y otra vez la boca con aquel color bandera, cuando apareció en la puerta del camarote, la observó  fijamente y la abrazó, como nunca más lo haría
Yo tenía siete años y me atrevo a decir que ese día se pertrechó toda la filosofía de mi vida: vivir contracorriente. Era abril de 1980, justo en los días del éxodo del Mariel y el segundo brote de la fiebre porcina. Lo que significa que llegué en medio de dos grandes contradicciones, la primera es que yo llegaba y todos se iban, y la segunda, más rara aun, es que las vacas eran sagradas, los puercos  estaban enfermos y no se podían comer y los huevos, que era lo único que había en las bodegas,  eran para tirarlos contra las puertas, los autos y las personas.  De eso nos enteramos en susurros,  y recuerdo que pregunté: - ¿Y por qué susurras, si estamos hablando en ruso?
-Porque las paredes oyen...-,  Eso fue revelador, gritos, multitudes, huevos voladores, líquidos de formol para mojar los zapatos, y por último paredes que escuchan, era demasiado para el primer día en la isla. Al otro día comenzamos un largo viaje hacia Oriente.

Llegamos al pueblo al anochecer. Debo decir, antes de continuar adentrándome en la memoria, que la similitud entre  "Malvango" y " Macondo", no es puramente casual, ni está limitada a la toponimia. Es más bien una de esas raras circunstancias  de la crueldad histórica, donde lo maravilla supera con creces la realidad. Volviendo al viaje... Una carreta nos estaba esperando cerca del andén. Era un cajón revestido con hojalata,  enganchado a un tractor agrícola y llovía torrencialmente,  cuando digo "torrencialmente", quiero decir que toda el agua del mundo estaba cayendo sobre la carreta, sobre la hojalata de la carreta, que multiplicaba hasta el infinito el  fenómeno acústico de aquel  diluvio...  no sé si decir primaveral, infernal, o premonitorio.
El viaje duró como una hora.  Entre atasco y atasco yo sentía como mi corazón se hacía más y más pequeño, hasta ser un susurro,  un lamento débil y sostenido, un agujero negro en el centro del pecho. Era el olvido. Fue entonces que empecé a entender el llanto de abuela. Pero ella ya estaba al otro lado del mundo.
A ambos lados del camino se disponían pequeñas casas de madera con techos de guano, en el centro una puerta, y sobre la puerta una bombilla,  todas emanando la misma luz tenue como el eco del eco, casi inexistente. Era un paisaje repetitivo, siempre tenía la impresión de estar mirando la misma escena. Al final sobrevino  lo esperado, lo inevitable, lo uno y otra vez anunciado: la última pared de madera, la última puerta, y la última bombilla, eran las nuestras.
Las paredes interiores eran de bloques desnudos. Se entraba directamente a un saloncito, y de ahí a las habitaciones. En lugar de puertas, colgaban cortinas de saco, teñidas  con alevosía  de un cardenal grandilocuente. En cada una de las cuatro paredes colgaban unos gigantescos cuadros con periquitos australianos, que según Él, eran “verdaderos”, porque se habían comprado antes del 59 en la Isla de Pinos. Amén. Todo era oscuro y húmedo… decenas de rostros se sucedían frente a mí con su mueca más dulce.  Es increíble como he logrado memorizar aquellos gestos, los oculté en algún remoto estanque de la memoria para no perderlos.  Mi madre tendría entonces, unos 15 años menos de los que tengo yo ahora, y por más que acomodo y reacomodo la historia, no  logro entender, cómo pudo, con qué fuerzas sobrenaturales logró  soportar aquella noche.
La primera habitación de la derecha era la nuestra.  Después que terminó el jolgorio de recibimiento, mi madre y yo decidimos traspasar aquella cortina y adentrarnos en el que sería nuestro refugio por seis larguísimos años.  Recuerdo que lo hicimos despacio, con el paso y la respiración entrecortada, como quien teme encontrar frente a si un abismo. Nos sentamos al borde de la cama, donde ya Él dormía, rendido por el aguardiente. Nos miramos  largamente, en un silencio austero, sepulcral… y yo no sé qué estaría pasando por la mente de mi madre, pero yo sólo tenía una interrogante concreta: ¿Cómo haría para dormir dentro de aquella caja de tela que estaba sobre mi cama, y que después supe que se llamaba mosquitero?
Sin embargo, un suave olor a almidón planchado me sedujo y dormí  estupendamente.  Al otro día  me despertaron los hilos de luz que traspasaban mi mosquitero. Saque la cabeza de la casa de tela y empecé a observar, uno a uno, los objetos que me rodeaban. Mi cama era de hierro, y aunque era notable que estaba un poco oxidada, alguna vez había sido blanca...

domingo, 15 de marzo de 2015


La cercanía con la tía Geña me ofreció una posición privilegiada para enterarme de cuanto chisme corría por Malvango. Me aprendí todos los árboles genealógicos ocultos, y por más que trataban de enredar la cosa con  frases a medio decir y lenguaje corporal  de todo tipo, yo, que lo único que hacía era limarme la misma uña una y otra vez, con la cabeza medio baja, como quien está, pero no esrá (pero en realidad sagaz como un pichón de Gavilán) me las arreglaba para hilvanar palabra con palabra y entenderlo todo. De vez en cuando me hacían una pregunta medio tonta como para verificar mi total ausencia de atención y entendimiento, y yo hasta me demoraba para responder, como quien de verdad está ido del mundo. Mi pobre dedo hasta sangraba de tanta lima. Pero yo ahí, porque aquel mundo raro y lleno de trillos ocultos me fascinaba. En esos días conocí a tatarabuela Inés, porque he de decir, que después de tener una familia bielorrusa que cabía íntegra en una mesa de ocho, me encontré inmersa en un familión enorme,  con tías abuelas, bisabuelas y tatarabuelas por las cuatro esquinas. Inés era la viuda de Morales, quien había muerto del corazón antes de que yo apareciera, pero antes de morir había salvado ( según los cuentos) a más de uno, había parado a hombres de sillas de rueda, niños de sus lecho de muerte, y había liberado de "males ocultos y extravagantes" a cuanta persona se presentaba en su templo. El templo no llegué a conocerlo, pero sí había un gran portón de hierro fundido entre mi casa y la casa de tatarabuela Inés,  un portón misterioso que no llevaba a ningún lugar, porque detrás de él sólo quedaba un solar, un herbazal que decían era sagrado, nadie podía pasar por ahí, nadie menos mi madre, que cuando apenas llevaba un mes de instalada armó una colorida tendedera de toallas en medio de aquello, lo que le costó el odio eterno de todas las mujeres. Es una "creída" decían, cree que porque es extranjera  puede venir a tender sus toallas rusas así, como si nada. Ojalá se las lleve el viento. Probablemente a nosotras, no a las toallas.

Piel baldía. Fragmento


Fragmento de "Piel baldía" (original de Helena Bicova)

La abuela Hilda tenía 12 hijos, creo que por eso murió a destiempo, yo aun no había cumplido los ocho años cuando se fue al cielo, creo que necesitaba un corazón tan grande, que terminó rompiéndole el pecho. Tía Geña era mi favorita. Yo pensaba que era traficante de algún tipo de misterio, de alguna cosa prohibida, y eso me apasionaba. Cada cierto tiempo la visitaba "el elemento", así lo llamaban, haciendo una combinación de mueca entre ojos y boca, dirigida hacia mi, para que quedara, más claro aún,  que era un tema prohibido.  Llegaba siempre de madrugada. Yo me enteraba porque venía en un tren, que como una cuchillada hería el silencio pasmoso de la noche.  Aparecía como una hora después de que el tren pitara tres veces. Esa era la contraseña, porque de inmediato la tía se metía en el baño con una cubeta de agua de pozo y ramajos de algo que a mi sonaba a vaca,  y con el tiempo supe que era albahaca. Y ya no hablaba con nadie, y todos se empezaban a recoger con premura... yo no sabía español, pero si sabía de espionaje de todo tipo, de elementos, y especialmente de hacerme la tonta.

Después venían los ruidos, los platos de aluminio en la cocina, el chorro de agua y los pedazos de hielo, mi garganta se resecaba de sólo imaginar aquella agua fresca en medio de la noche, pero sabía que no podía ni toser. Luego los  susurros, el tono de ella era de preguntas, el de él un balbuceo, un jadeo y no sé que resbaladizo que  parecía decir nada. Nadie salía de ninguna de las cuatro habitaciones, sólo la tía Geña. Y llegaba el silencio, diferente de los otros silencios, un silencio que agitaba el corazón y yo no quería ni respirar, porque sabía que aquel silencio era culpable, no quería escucharlo y me tapaba la cabeza con la almohada pero el silencio era impertinente...  luego los quejidos, siempre en el mismo orden, él decía "si" y ella decía "no" entre risitas ella seguía diciendo "no" pero era obvio que un "no con risitas", era mas un sí,  que un "sí a secas". Esa parte era un poco confusa, respiraban tan fuerte que yo tenia la impresión de que la cortina del cuarto se movía en medio de una ráfaga de viento, una ráfaga caliente, sofocante, a punto de llevarse de una en una las tejas francesas y dejarnos refrescar bajo las estrellas aquella fiebre ajena, y contagiosa. Después  un último alarido, como de gata y luego por fin el otro silencio, largo e indiferente, vacío, ausente de todo, de sed, de latidos, de respuestas, un silencio ordinario que poco a poco se desvanecía entre ronquidos.
Yo no podía dormir, sabía que al otro día encontraría la mercancía, el contrabando que al fin de cuentas era lo único que me importaba, y eso me desvelaba hasta el amanecer. Siempre venía en pomitos de penicilina,  de vidrio verdadero, nada de plástico. Venían colores inimaginables, rojos, naranjas, los violeta medio perlados eran elegantes (bueno pa las manos prietas, decía la tía). Geña era la única "pinta uñas" del barrio. Y me enseñó el oficio, por eso la pude ayudar cuando se enfermó del alma, y con tanta cercanía entendí que el "elemento" era el amante, el "contrabando" pinturas de uña  que el traía desde Santiago en el tren de carga donde trabajaba como maquinista. Después que la tía enfermó, nunca más escuché la contraseña, sólo la mole de hierro cortando el silencio de la noche, no volví a escuchar  al elemento y las pinturas se fueron secando poco a poco.