Piel baldía.
Fragmento.
Como todos los
pueblos de este mundo, Malvango también tenía su loca. Se llamaba Adis, andaba
por los cincuenta años cuando yo la conocí, recién llegada. Todos la miraban de
reojo, y aunque ella andaba hilvanando una historia con otra, de casa en casa y
de taburete en taburete, nadie la escuchaba,
nadie… sólo yo. -“Esa tiene la
locura debajo de la cintura”-, decían, y eso a mí sí me quedaba clarísimo: Adis
estaba enferma del ombligo. Y yo no la escuchaba por educada, ni mucho menos
porque me resultara interesante, yo la escuchaba porque Adis era la única
persona del pueblo que se había dado cuenta de que yo ya entendía el español.
Entonces ella me extorsionaba, nunca lo dijo, pero yo sabía que escucharla era el precio de
su silencio, mi única oportunidad de seguirme haciendo la tonta. Cuentan, y digo cuentan, porque esto sí que no
lo viví, que cuando el ciclón Flora, Malvango quedó sumergido y destrozado,
prácticamente flotante, las casas de madera colapsaron, los animales se
ahogaron, las siembras se perdieron, y el espirito del pueblo se resquebrajó por la única muerte humana que tuvieron que
lamentar: la pequeña hija de Adis. No recuerdo como se llamaba, pero cuentan
que cuando pasó el ojo del huracán,
Adís agarró a su hija de la mano,
para ir a un lugar más seguro, y en cuestión de segundos, rompiendo aquella
calma aparente, aquella trampa viscosa,
una ráfaga de viento se la arrebató para siempre y la lanzó con verdadera demencia contra un
árbol. A partir de entonces Adis empezó a deambular sin rumbo, oía lamentos
y hablaba lo mismo con las cañas que con
el marabú, a veces hasta rompía la corteza con sus dedos, y en las fogosas tardes de verano se encerraba
en su casa, y entonces era cuando veíamos a más de uno entrando y saliendo por la puerta trasera de la cocina,
me imagino que iban a calmarla. “Míralo, ya anda encuevao con la loca”, acusaban sin reparos… Después salía ella, radiante, con su cuerpo
redondo y esponjoso, oliendo a
colonia, y a yerbas, un olor dulzón y empalagoso,
cuyo origen ya habíamos descubierto
jugando a los escondidos: Adís se bañaba con un cubo de agua de pozo y montón
de gajos verdes, ritual que me comentaría con lujos de detalles algunos años después…
Se sentaba a la sombra y empezaba a cantar…
-Canta como las
hienas, decían-. Pero a mí me parecía bonito, cantaba como yo, sin ton ni son,
pero con el alma, que es como se debe cantar. La verdad es que era mejor oírla de lejos…
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