jueves, 2 de abril de 2015

Piel baldía. (Fragmento)


Solíamos cruzarnos en la calle… yo como siempre sin rumbo, perdida dentro de mis propios pasos, él, no sé, pero nos cruzábamos y siempre me sonreía. Llevaba el pelo largo, y a pesar del calor santiaguero traía una bufanda. Probablemente estaba loco, eso decían, pero a mí me resultaba interesante, especialmente porque siempre aparecía cuando yo andaba buscando a otra gente. Hasta que un día empezó a caminar a mi lado, yo apretaba el paso, y él también, yo no tenía rumbo, y al parecer él tampoco, yo hacía izquierda, derecha, marcha atrás, y él ahí… la p… madre que lo parió. Ya me estaba desesperando cuando me preguntó mi nombre. –Yo no tengo nombre-, le dije, Entonces te llamarás “Ella” dijo sonriendo. Y yo seré “El” -continuó mientras trataba de acoplar el paso a mi “casi – carrera”, llena de pánico-.
-¿Y a dónde vas con tanta prisa? Empezó a interrogarme. -Esa es una pregunta retórica en mi vida, es la esencia de todo. Un destino, una meta final inexistente, una prisa sin sentido… a dónde podía yo ir, si estaba dando vueltas pa atrás y palante en el mismo lugar, habíamos empezado en el parque del ajedrez, llevábamos una hora dando vueltas, y estábamos de nuevo frente al parque del ajedrez. Pero él no se daba cuenta.
-Voy a la biblioteca, tengo que estudiar latín. Le dije, con la certeza de que era la respuesta perfecta para ahuyentar a cualquiera, hasta a mí misma.
-Yo te puedo ayudar, yo se latín.
Era un hombre raro, con una mirada profunda e inexplicable, de palabras ágiles y precisas como un reloj suizo. Caminamos hasta la biblioteca, y para mi sorpresa EL realmente sabía latín. Alguien sin nombre, en este mundo donde nadie sabe nada, sabía latín. Recuerdo que estudiamos la primera declinación. Nos despedimos sin intercambiar ni el nombre.
Sentí miedo, un miedo pálido, pero miedo, un miedo confuso, en el punto medio entre la admiración y el absurdo. Nos vimos muchas veces, decenas de veces, siempre en las mismas circunstancias, por azar, por andar los mismos caminos, desandamos calles y más calles, sin hablar, al menos que yo recuerde. Justo cuando nos encontrábamos me hacía elegir una de las puntas de su bufanda, que ahora tenían nudos… No importaba cuál yo elegía, porque en ambas tenía caramelos para mí. Y se reía a carcajadas como un niño, y yo me sentía confusa, pero feliz. Vimos muchos atardeceres en la bahía, y nunca supe nada de él, ni qué hacía, ni de dónde venía, mucho menos hacia donde iba. Pasaron varios meses, quizás un par de años, y un día me di cuenta de que ya no estaba, ya no aparecía detrás de los postes, al doblar la esquina, o en la entrada de la Universidad, simplemente se había ido como mismo llegó, como una sombra.
Un día estaba revisando la correspondencia a ver si había algo para mí, y me encuentro con una caja llena de sobres hechos a mano, sin destinatario ni remitente. -¿Qué es esto? Pregunté a la encargada.
-Vaya usted a saber, hace tres meses que están llegando esas cartas y nadie las recoge-. Me respondió con indiferencia.
Cogí la cajita, tendría unos veinte o treinta sobres. Remitente “El la extraña” , “El la necesita”, o simplemente “El”… Destinatario: “Ella es hermosa”, “Ella tiene ojos de agua”, o simplemente “Ella”, y abajo decía, edificio F… y ahí pensé, oh que hermoso, y parece que es alguien del mismo edificio donde yo duermo… y seguí leyendo, “tercera planta”, ya empezaba a picarme la curiosidad… “primer cuarto a la derecha”, última cama arriba. Era yo, era mi mapa, era el mapa de mi cuarto, que es lo mismo que decir el mapa de mi mano. Justo ahí lo recordé, recordé que él no tenía nombre, ni yo tampoco, recordé los caramelos, y que una vez había venido a traerme mangos… y me di cuenta de que me hacía tanta falta. Y ahora aquella caja llena de cartas donde quizás estaban todas las repuestas, todas las preguntas, todos esos espacios vacíos y misteriosos que hasta hoy no he podido responder. No abrí ni una, las puse todas sobre mi cama y la que traía en la mano, por la que había identificado al remitente, debajo de la almohada. Y tuve que salir, no sé qué urgencia me sacó de aquel trance, no sé qué circunstancia tan absurda como aquella historia, me hizo abandonar aquella caja. Cuando regresé no estaba, nunca apareció, por más que busqué y pregunté… desapareció. Sólo encontré la que había puesto debajo de la almohada. La abrí cuidadosamente, con un dolor inmenso de haber perdido el resto. Saqué una hoja cuadriculada y una flor seca, con tinta verde decía “Estoy en la Plaza de Armas, y si aparecieras, preferiría estar contigo”.

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