sábado, 21 de marzo de 2015


Fragmento 3

Juro que no soy culpable... Ni de los edificios-cajones, ni de la sardina en latas, ni de los zapatos de punta redonda, ni de los especialistas privilegiados, ni de los muñequitos que nadie quería ver, como  Volka y Lolka, que ni siquiera eran rusos. Pero especialmente juro que no soy culpable de que después de odiarlo tanto, lo perdieran todo. No me condenen, soy inocente, yo también estoy aquí. (Santiago de Cuba, 1993)


Todavía recuerdo sus gritos, sus dientes amarillos y su saliva salpicándome, sin control, sin orgullo ni misericordia, como un agonizante que no encontró otra grieta para respirar que no fuera destilando su rabia sobre ni hambre.
Yo estaba en segundo año de filología en Santiago, y tendría unos 19 años... y corría el  1993. Pasaba meses sin poder ir a casa,  primero porque no tenía dinero, y segundo, que aún si hubiera tenido dinero, no había cómo vencer aquella distancia. Pasaba días enteros en la autopista, a ver si alguien me recogía y me adelantaba, de tramo en tramo. Así mi viaje, que normalmente sería de un par de horas, a veces duraba 8, 10, 12 o en el peor de los casos, simplemente no ocurría. Y aquel día fue igual, después de pescar una insolación  dramática sin ningún resultado tuve la peregrina idea de ir a la estación de ómnibus. Para mi suerte había allí, a punto de partir, uno con destino a Bayamo. Entonces pensé:  
Ok, olvida la variante de un pasaje, porque no estas en ninguna de las listas milenarias para poder lograr uno, y olvídate de un soborno, porque lo que tienes son cinco pesos en el bolsillo, y para eso necesitarías unos 50. Así que descartadas las dos variantes con probabilidades de éxito, no me quedó más que disponerme a implorarle al chofer que me llevara. Han pasado más de veinte años, he superado enfermedades, desamores, he enterrado muertos, me he caído y levantado más de una vez, y nada, absolutamente nada ha dejado en mi una marca tan caótica como la que me dejó la decisión de acercarme a aquel chofer de ómnibus y decirle: "Señor: yo soy estudiante, usted cree que me pudiera llevar hasta Bayamo?"
Yo todavía no se sí fue mi acento, mi cansancio o mi total falta de gracia, pero aquel hombre se viró hacia mi, despacio, como quien aún esta dudando, y preguntó, con una mueca  no me quedaba claro si era de fealdad o de desprecio...
- ¿De dónde eres?
Debo ser honesta y decir  que, en mi ingenuidad, esa pregunta me supo a gloria, tanto que no pude evitar esa sonrisita bucólica de "Esto empezó bien... Ahora entablo una breve charla y en cuestión de minutos... Tan-ta-ra-rá, estaré adentro". Y pensé:  Si le digo que soy bielorrusa, no va a saber ni un carajo de qué le estoy hablando, así que mejor digo "soy rusa" que eso todo el mundo lo conoce, y así me ahorro explicaciones, y abrevio el proceso de sentarme en el ómnibus.
-Yo soy rusa-, me apresuré a decirle y me quedé mirándolo con mi cara de vaca loca...

En lugar de respuesta recibí un escupitajo, lo vi venir, escuché como lo rebuscaba en su garganta sin disimulo, como sus músculos se inflaban buscando la velocidad necesaria para que sus babas salieran como un disparo mortal hacia mi. Por suerte no tenía buena puntería porque  "aquello" me pasó por la izquierda y siguió rumbo desconocido.
Pero yo seguía allí, quería pensar que era un accidente. Tenía que ser un accidente aquella barbarie. Entonces empezó a hablar:

-Prefiero pasarte por arriba como una rata, antes que llevarte a ninguna parte, por tu culpa nos estamos muriendo de hambre, maldita rusa.

Sus palabras se acomodaban en mis oídos como serpientes, en cuestión de minutos cientos de personas estaban alrededor de nosotros y él seguía vomitando su veneno, exponiendo sus heridas sangrantes. Recuerdo que mi  bolso se resbaló de mis manos, ya no escuchaba, y él seguía culpandome, no bajaba su dedo índice, en algún momento traté de decirle que iba a llamar a la policía, pero tenia un bloque de cemento en la garganta,  y  acto seguido noté en el público un par de ellos, uniformados, riéndose indiferentes.   Sabía que tenía que irme, pero no podía caminar, apenas podía sostenerme. Recuerdo que entrelacé mis brazos sobre el estómago adolorido y vacío, como para que no se me saliera el corazón por cualquier hueco, y me fui moviendo, doblada, me temblaba todo el cuerpo. Nadie me socorrió, no me crucé ni con una mirada de consuelo.

Ya era de noche, todavía recuerdo la luna llena. Llegué hasta la residencia estudiantil de Quintero, subí la escalinata, en cada escalón me lastimaba los dedos, porque, entre la agonía del alma, el llanto y el hambre de no haber comido nada desde el día anterior,   estaba tan frágil que no tenía fuerza ni para levantar los pies lo suficiente. Me metí en la ducha hasta que se me gastara la vergüenza, me acosté como dios me trajo al mundo y le pedí a El,  que me llevara, que ya yo no podía, no quería, ni merecía nada más.


No sé exactamente qué hora sería, cuando me despertaron los gritos del custodio que cuidaba la residencia, y cuyo punto de sentarse en un taburete, era justo en los bajos del edificio F, muy cerca de mi ventana. Primero no entendí nada, como de costumbre, pero luego supuse que estaba en medio de una pesadilla, porque aquel custodio, que no tenía nada que hacer dentro de mi edificio, dado que su trabajo era calentar su taburete y chismosear la correspondencia… estaba frente a mi habitación, en la tercera planta, preguntándole a alguien que dónde dormía “ la rusa”. Me quedé paralizada, me tapé cabeza y todo y empecé a rezar una jerigonza dirigida a “quien pueda interesar”, porque ya a esas alturas no sabía ni a quien dirigirme.
Ya se me estaba poniendo medio gacho el ojo izquierdo, cosa que sólo me pasa en situaciones extremas, cuando tocaron en mi puerta. Es que yo no lo podía creer, ¿cuál era el pecado que me había tocado resarcir ese día? ¿Acaso sería yo la Juana de Arco bielorrusa, que tendría que ir a la hoguera? Mientras mi cabeza se llenaba de hipótesis, el hombre tocaba más y más fuerte en mi puerta… estuve a punto de meterme debajo de la cama. Pero decidí darle frente. De mi garganta salió un “dígame” que por más que lo repetía no se escuchaba ni por mí misma. Me enredé en la sábana, me acerqué a la puerta. (No puedo dejar de reirme recordando esto).
-¿Que usted quiere?, le pregunte casi en silabas.
-¿Tu eres la rusa? me interrumpió, sin mucho protocolo.
-Bueno… yo… -Empecé a balbucear, tratando de ganar tiempo, a ver si se me ocurría una respuesta, por poco me orino, y continué…- No exactamente, mi país está por ahí cerca…
-Chica deja el jueguito y acaba de bajar que te están esperando.
-¿A mí? ¿Y quieeeen? -. Demás está decir que el hecho de alguien me estuviera esperando allá abajo en medio de la madrugada, no era algo común, de hecho, era inédito.
-No sé, es un camión lleno de gente.
-¿Qué Queeee?
Y el hombre se fue. Entonces me asomé por la persiana y efectivamente había un camión enorme, abierto, lleno de gente. Yo no iba a bajar, ya lo había decidido. Pero nada más hice sentarme en mi cama aquel carro empezó a pitar y encender las luces intermitentes. Eso, en el silencio y la oscuridad de Quintero, una madrugada de sábado. Ya taparme la cabeza o meterme debajo de la cama no era suficiente, ya me quería meter dentro de la taquilla, desaparecer, escurrirme por el tragante de la ducha… Y el camión no paraba y mi corazón tampoco. Me llené de coraje, porque ya me estaba enojando, me enganché una bata de floripones, bien rusa, y bajé. Nada más hice salir del edificio oí los gritos de un hombre:
-¡Dale mijita, apúrate, que vamo pa Bayamo, hace media hora que
te estamo esperando!
-¿Pa Bayamo? ¿El que está por allá después de Jiguaní?-. Empecé a
preguntar tonteras, porque ahí si me quedé en shock-.
-Si mija, vamo, súbase, a ver… yo la ayudo.
- Es que yo no tengo dinero- Trate de explicarle, aun sin entender nada
de nada.
-Que dinero, ni dinero, su viaje está más que pago-. Me respondió con
una sonrisa tan dulce, que me curó el espanto.




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