Fragmento de "Piel baldía" (original de Helena Bicova)
La abuela Hilda tenía 12 hijos, creo que por eso murió a destiempo, yo aun no había cumplido los ocho años cuando se fue al cielo, creo que necesitaba un corazón tan grande, que terminó rompiéndole el pecho. Tía Geña era mi favorita. Yo pensaba que era traficante de algún tipo de misterio, de alguna cosa prohibida, y eso me apasionaba. Cada cierto tiempo la visitaba "el elemento", así lo llamaban, haciendo una combinación de mueca entre ojos y boca, dirigida hacia mi, para que quedara, más claro aún, que era un tema prohibido. Llegaba siempre de madrugada. Yo me enteraba porque venía en un tren, que como una cuchillada hería el silencio pasmoso de la noche. Aparecía como una hora después de que el tren pitara tres veces. Esa era la contraseña, porque de inmediato la tía se metía en el baño con una cubeta de agua de pozo y ramajos de algo que a mi sonaba a vaca, y con el tiempo supe que era albahaca. Y ya no hablaba con nadie, y todos se empezaban a recoger con premura... yo no sabía español, pero si sabía de espionaje de todo tipo, de elementos, y especialmente de hacerme la tonta.
Después venían los ruidos, los platos de aluminio en la cocina, el chorro de agua y los pedazos de hielo, mi garganta se resecaba de sólo imaginar aquella agua fresca en medio de la noche, pero sabía que no podía ni toser. Luego los susurros, el tono de ella era de preguntas, el de él un balbuceo, un jadeo y no sé que resbaladizo que parecía decir nada. Nadie salía de ninguna de las cuatro habitaciones, sólo la tía Geña. Y llegaba el silencio, diferente de los otros silencios, un silencio que agitaba el corazón y yo no quería ni respirar, porque sabía que aquel silencio era culpable, no quería escucharlo y me tapaba la cabeza con la almohada pero el silencio era impertinente... luego los quejidos, siempre en el mismo orden, él decía "si" y ella decía "no" entre risitas ella seguía diciendo "no" pero era obvio que un "no con risitas", era mas un sí, que un "sí a secas". Esa parte era un poco confusa, respiraban tan fuerte que yo tenia la impresión de que la cortina del cuarto se movía en medio de una ráfaga de viento, una ráfaga caliente, sofocante, a punto de llevarse de una en una las tejas francesas y dejarnos refrescar bajo las estrellas aquella fiebre ajena, y contagiosa. Después un último alarido, como de gata y luego por fin el otro silencio, largo e indiferente, vacío, ausente de todo, de sed, de latidos, de respuestas, un silencio ordinario que poco a poco se desvanecía entre ronquidos.
Yo no podía dormir, sabía que al otro día encontraría la mercancía, el contrabando que al fin de cuentas era lo único que me importaba, y eso me desvelaba hasta el amanecer. Siempre venía en pomitos de penicilina, de vidrio verdadero, nada de plástico. Venían colores inimaginables, rojos, naranjas, los violeta medio perlados eran elegantes (bueno pa las manos prietas, decía la tía). Geña era la única "pinta uñas" del barrio. Y me enseñó el oficio, por eso la pude ayudar cuando se enfermó del alma, y con tanta cercanía entendí que el "elemento" era el amante, el "contrabando" pinturas de uña que el traía desde Santiago en el tren de carga donde trabajaba como maquinista. Después que la tía enfermó, nunca más escuché la contraseña, sólo la mole de hierro cortando el silencio de la noche, no volví a escuchar al elemento y las pinturas se fueron secando poco a poco.
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