martes, 19 de mayo de 2015


Yo he llorado a mis muertos. He llorado a más muertos de los que me tocaban en esta vida y en la otra.  Primero fue mi amiga Vicka, tendría unos seis años cuando se fue al cielo por la rareza de “ser azul”, -No la toques- me susurraban las viejas mientras tejíamos margaritas en el patio, y entonces yo le agarraba la mano y la arrastraba en una carrera frenética que la dejaba asfixiada, y me decía  riéndose "otra vez". Un día me despertaron temprano y me vistieron con un traje gris inaudito, un gris que gemía por sí solo, un gris con espinas, me pusieron un pañuelito en la cabeza, como lo exige la iglesia ortodoxa rusa, y me llevaron a despedirme de mi única amiga, suavemente acomodada en una caja de madera, adornada con encajes bordados a mano  y monedas. Atravesamos la puerta y abrí los brazos, como lo hacíamos buscando equilibrio en los bordes de la acera,  un paso, dos, un pie detrás del otro en una linea recta, perfecta, la luz  anaranjada de las velas se reflejaba en mis zapatos de charol negro, otro paso, y otro mas, quiero llegar pero no quiero, ojalá existieran los pasos que aún dándolos hacia delante nos llevaran hacía atrás,  me parecía escuchar a Vicka riéndose a carcajadas como cuando yo me tiraba al suelo a propósito para que ella ganara, porque en el traspatio de mi ingenuidad yo sentía  que ella estaba perdiendo. Llegué hasta la cajita blanca, más blanca que ella, que de tan blanca era azul, y traté de hacer mi última acrobacia , mi último intento por despertarla, pero esta esta vez ella no se rió, y sólo veía sus ojos cerrados, sus pestañas de polen y me ahogué en un llanto incontenible,  que recorría todo el cuerpo hasta llegar a los ojos, y brotaba caliente y afilado, como sólo el dolor verdadero sabe hacerlo. Yo tenía seis años y sabía que no era el llanto de la cebolla, era un agujero negro en el centro del pecho, un aullido de loba que se quedaría conmigo para siempre...
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...avanzamos  por la calle Sovetskaya, que ya no me parecía tan ancha ni tan citadina, iba mirando los números de los edificios grises grises, sin gracia, hasta que llegamos al número  29, lo bordeamos y justo frente a la entrada, en el banco de madera y hierro fundido, casi invisible entre el enjambre de flores primaverales, estaba ella, con su mismo pelito desordenado, cinco o seis años, y su sonrisa sin dientes. No sabía si desfallecer, si cerrar los ojos o abrirlos.  Había vuelto y estaba allí, esperándome, más allá del tiempo, estaba idéntica, etérea, frágil, sonriente, y delicadamente azul...

-Se llama Vicka-, me dijo una mujer que la acompañaba, probablemente porque vio mis ojos de delirio y mis brazos inexplicablemente abiertos.

 -Lo se. Respondí con aplomo.
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