No tengo ni idea de lo que significa este instante. Me siento como si me estuviera mudando a una nueva habitación, a una nueva casa, a un nuevo planeta. Confieso mi miedo, el miedo de desandar las calles de una ciudad desconocida...
viernes, 20 de marzo de 2015
Las noches eran, literalmente, una boca de lobo. Sólo se escuchaban los perros, y en los días de lluvia las ranas. También se escuchaban las goteras, el agua que caía por los orificios del techo de tejas francesas. Goteras de agua rigurosamente colectadas, lo mismo podía ser en un caldero, que en un jarro, que en una palangana, cualquier cosa servía. Cuando la lluvia era salvaje, de esas que lograban sacar al abuelo Esteban de balance y hacer su plegaria desesperada, con un par de machetes en forma de cruz, entonces también perdíamos la electricidad, el vaho amarillento empezaba a parpadear, una vez, dos, a veces tres... y listo: a encender los candiles. No, no hablo de lámparas chinas, ni faroles, ni quinqués, hablo de candiles. Un recipiente con keroseno, una mecha, y una llamarada crujiente, robusta, de un rojo intenso, humeante, muy humeante. Sin embargo, esas noches eran mías. Me metía cuanto antes debajo de mi mosquitero, con mi colcha a cuadros y mi almohada de plumas de patos, y me dormía hipnotizada por la gotera que tenía justo al lado de la cabecera de mi cama, tin... tin... tin... Yo tenía algo que me hacía fuerte esas noches: una linterna y un libro grueso de tapa dura "Cuentos clásicos rusos", en ruso, lleno de príncipes y princesas. Ese era mi paraíso, mi territorio privado, mi franja libre de impuestos.
Pero aquella noche no llovió. El calor pegajoso y húmedo no me dejaba pegar un ojo, y los perros tenían una verdadera jauría, cuando de pronto empecé a sentir un olor abrazador, venía con el aire, penetraba por cada rendija y aturdía, aturdía a tal extremo, que el abuelo dejó de roncar de súbito y corrió hacia el patio.
- Ave María purísima-, gritaba, mientras elevaba los brazos al cielo, donde crecía, vertiginosa, una columna de humo, la ceniza se esparcía como pólvora, y en la lejanía, entre el ladrido de los perros y los rezos, se escuchaban gritos desesperados de auxilio, gritos con eco. Y corrimos, yo no sabía hacia dónde pero también corría, llevábamos las mismas vasijas con que recogíamos las goteras, y seguíamos corriendo, y no llovía, había más estrellas que nunca en el cielo, la yerba crujía, el calor se iba sintiendo más y más cercano, ya se veía el aire rojizo, y seguíamos corriendo, atravesamos el potrero, y varios caseríos, las fosas nasales dilatadas, parecíamos bueyes , ya yo no sabía ni qué pensar, no entendía nada, pa mi idea, así, rectilínea y sin dobleces, íbamos pa la guerra.
Llegamos medio muertos. En lugar de la casa había una hoguera, enorme, rodeada de gente sofocada, como nosotros. Aquel fuego en medio de la noche, olía a muerte. Una viejita lloraba, recostada de alguien, todos la atormentaban con preguntas pero ella insistía en que el viejo se había ido hacía varios días con otra mujer. Que no sabía cómo había empezado el incendio, y que no había más nadie adentro, que la dejaran tranquila. Se secó las lágrimas, respiró tan profundamente que hasta yo lo sentí, que estaba al lado, con las rodillas flojas, y dijo con una tranquilidad pasmosa: No me pregunten nada, no hay nadie a quien avisar. Déjenme despedirme de Él.
- ¿De quién?- Preguntó alguien.
- Del rancho, mijo, del rancho, de quien va a ser.- Respondió entre dientes. Las llamas se reflejaban voraces en sus ojos llenos de odio.
Esos incendios en realidad eran muy comunes en Malvango, hay quien decía que el pueblo estaba maldito desde que cerró el centro de Morales, centro cuyas ruinas estaban casualmente frente a nuestra casa. Era un lugar sagrado, nadie debía traspasar el portón de hierro fundido, que era lo único que había sobrevivido al paso del tiempo, el abandono y los ciclones.
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