lunes, 27 de julio de 2015


Piel baldia. (Fragmento)
La casa de los Morales era la última de Malvango, estaba bastante lejos de todo, del “paradero del tren”, de la bodega de Nicanor, del canal con el chorro de agua más exuberante de toda mi vida, y también de la escuela. Colindaba con tierra de nadie por el fondo, con cañaverales interminables por un lado y el potrero por el otro.
El camino para la escuela tenía dos variantes, una larga y ruidosa porque había que pasar por decenas de casitas y saludar con un raro “ ehhhhyyyy” a cada persona con que me cruzaba, y la otra un poco peligrosa y prohibida para mí, que era saltando una cerca de alambre de púa y atravesando en diagonal el potrero lleno de ganado. Quizás si no me lo hubieran prohibido yo lo hubiera pensado mejor, pero tratándose de mí, la elección era obvia. 
-Un día le va a fajar un toro, con esa falda colora, y esa cara de papaya. - Decía la abuela Hilda, día tras día, con un desamor confuso que no me dejaba claro cuál era exactamente su deseo.

Pero a mí no me importaba, lo mío era andar con la mente, literalmente, en las nubes, inventando figuras en aquel cielo “come- ojos “de la una de la tarde. El cielo de aquel pueblo era distinto del resto del cielo, era un pedazo diseñado por Dios especialmente para la ataraxia Malvanguera, era plomizo, mudo, muy azul y con muchas nubes compactas y definidas, que no se movían ni a fuerza de deseo, y para colmo con algunas columnas de humo como de pequeños volcanes, que aun 30 años después, no tengo ni idea de dónde surgían. Mis ojos, pa ni ver las vacas, alternaban entre el cielo y mis pies. Mis zapatos eran como los de la mayoría de las niñas de Malvango, negros con cordones, como de cortar caña, pero más bajitos, a nivel del tobillo. Tenían que estar lustrados, había de darle cepillo a diario de derecha a izquierda, y tenían que brillar como un espejo, ese brillo era más importante que el brillo del cerebro, que el brillo de los ojos, que el brillo de la lata de hervir ropa. La única cosa que superaba el brillo de los zapatos colegiales era el brillo del par de motazos de talco en el pecho cobrizo de todas las mujeres, símbolo de limpieza irrefutable y hasta de dignidad. Pero lo más cruel era que aquellos zapatos eran irrompibles. Eran capaces hasta de detener el crecimiento del pie y redondear los dedos a fuerza de no doblegarse. Eran casi casi los zapatos de las concubinas asiáticas, pero sin lentejuelas.
Pero yo, experta en destruir lo construido para la eternidad, encontré el modo de acabar con ellos. Siempre he tenido la mala costumbre de contarlo todo, las líneas que separan las aceras en cuadros, los balcones de los edificios, los postes eléctricos, los pájaros en los tendidos, y obvio, al no poder contar las vacas (pa no mirarlas) y separarlas de los toros, o por colores, pues lo único que me quedaba era contar sus plastas de mierda. Primero las contaba con los ojos, llegué a contar hasta 70 en los mejores días, pero luego el ganado aumentó y empecé a brincar de plasta en plasta, mientras más durita por el sol, mejor, pero por dentro estaban blanditas. Así día por día llegaba con los zapatos llenos de mierda, me paraba al lado del pozo, sacaba un cubo de agua y se lo echaba encima, los secaba al sol, y a darle cepillo otra vez. No duraban ni tres meses…

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