sábado, 21 de marzo de 2015

Para tí, tú sabes que es contigo.

 Cómo decir "te amo"
 sin que suene cursi
 Cómo llenarte de adjetivos ordinarios
sin sentirme vulgar
en retroceso
amante sin clase, ni arrogancia.
Cómo decirlo asi, sencillamente,
sin otra astucia ni metáfora
que el significado "rectilíneo" de te amo.


viernes, 20 de marzo de 2015

Si llegaras
Si llegaras al menos por error
Si llegaras  al menos por error a mi ventana
Pero no llegas
Te juro que si tuviera ladrillos
La tapiara.

Las noches eran, literalmente, una boca de lobo. Sólo se escuchaban los perros, y en los días de lluvia las ranas. También se escuchaban las goteras, el agua que caía por los orificios  del techo de  tejas francesas. Goteras de agua rigurosamente colectadas, lo mismo podía ser en un caldero, que en  un jarro, que en una palangana, cualquier cosa servía. Cuando la lluvia era salvaje, de esas que lograban sacar al abuelo Esteban de balance y hacer su plegaria desesperada, con un par de machetes en forma de cruz, entonces  también perdíamos la electricidad, el vaho amarillento empezaba a parpadear, una vez, dos, a veces tres... y listo: a encender los candiles. No, no hablo de lámparas chinas, ni faroles, ni quinqués, hablo de candiles. Un recipiente con keroseno, una mecha, y una llamarada crujiente, robusta, de un rojo intenso, humeante, muy humeante. Sin embargo, esas noches eran mías. Me metía cuanto antes debajo de mi mosquitero, con mi colcha a cuadros y mi almohada de plumas de patos,  y me dormía hipnotizada  por la gotera que tenía justo al lado de la cabecera de mi cama, tin... tin... tin... Yo tenía algo que me hacía fuerte esas noches: una linterna y un libro grueso de tapa dura "Cuentos clásicos rusos", en ruso, lleno de príncipes y  princesas. Ese era mi paraíso, mi territorio privado, mi franja libre de impuestos.

Pero aquella noche no llovió. El calor pegajoso y húmedo no me  dejaba pegar un ojo, y los perros tenían una verdadera jauría, cuando de pronto empecé a sentir un olor abrazador, venía con el aire, penetraba por cada rendija y aturdía, aturdía a tal extremo, que el abuelo dejó de roncar de súbito y corrió hacia el patio.
- Ave María purísima-, gritaba, mientras elevaba los brazos al cielo, donde crecía, vertiginosa, una columna de humo, la ceniza se esparcía como pólvora, y en la lejanía, entre el ladrido de los perros y los rezos, se escuchaban gritos desesperados de auxilio, gritos con eco. Y corrimos, yo no sabía hacia dónde pero también corría, llevábamos  las mismas vasijas con que recogíamos las goteras, y seguíamos corriendo, y no llovía, había más estrellas que nunca en el cielo, la yerba crujía, el calor se iba sintiendo más y más cercano, ya se veía el aire rojizo, y seguíamos corriendo, atravesamos el potrero, y varios caseríos, las fosas nasales dilatadas, parecíamos bueyes , ya yo no sabía ni qué pensar, no entendía nada, pa mi idea, así, rectilínea y sin dobleces, íbamos pa la guerra.
Llegamos medio muertos. En lugar de la casa había una hoguera, enorme, rodeada de  gente sofocada, como  nosotros.  Aquel fuego en medio de la noche, olía a muerte. Una viejita  lloraba, recostada de alguien, todos la atormentaban con preguntas pero ella insistía en que el viejo se había ido hacía varios días con otra mujer. Que no sabía cómo había empezado el incendio, y que no había más nadie adentro, que la dejaran tranquila. Se secó las lágrimas, respiró tan profundamente que hasta yo lo sentí, que estaba al lado, con las rodillas flojas, y dijo con una tranquilidad pasmosa: No me pregunten nada, no hay nadie a quien avisar. Déjenme despedirme de Él.
- ¿De quién?- Preguntó alguien.
-  Del rancho, mijo, del rancho, de quien va a ser.- Respondió entre dientes. Las llamas   se reflejaban voraces en sus ojos llenos de odio.
Esos incendios en realidad eran muy comunes en Malvango, hay quien decía que el pueblo estaba maldito desde que cerró el centro de Morales, centro cuyas ruinas estaban casualmente frente a nuestra casa. Era un lugar sagrado, nadie debía traspasar el portón de hierro fundido, que era lo único que había sobrevivido al paso del tiempo, el abandono y los ciclones.


Mi soledad no es la soledad sublime del poeta,
no me habitan miedos
ni misterios...
Mi soledad es simple y cotidiana
como  un sorbo de agua
que se desvanece ante el más mínimo roce
terrenal y caliente
de tu cuerpo.


Fragmento 1

Primero fueron las gaviotas y el ancla descendiendo, tan lentamente, que jamás habría imaginado lo difícil que sería abandonar aquella isla.  Las calles de La Habana eran una muchedumbre, una masa compacta de sudor y carne, de gritos en un idioma entonces incomprensible, pero definitivamente seductor, armónico,  y raramente jugoso.
El proceso de la aduana era sencillo entonces.  Los oficiales del barco que eran, entre otras cosas, expertos contrabandistas de todo tipo de artefactos, le hicieron una sola sugerencia a mi madre: " raspe las suelas de todos los zapatos, para que no parezcan  nuevos”.  Y así lo hicimos, nos sorprendió el amanecer en plena faena, con el ala caída de tanto raspar y con el alma llena de borrones. Cada movimiento de la mano iba multiplicando, una a una, las olas que habíamos dejado atrás en el Atlántico.
Él nos estaba esperando. Mi madre aún permanecía atada al espejo, pintándose una y otra vez la boca con aquel color bandera, cuando apareció en la puerta del camarote, la observó  fijamente y la abrazó, como nunca más lo haría
Yo tenía siete años y me atrevo a decir que ese día se pertrechó toda la filosofía de mi vida: vivir contracorriente. Era abril de 1980, justo en los días del éxodo del Mariel y el segundo brote de la fiebre porcina. Lo que significa que llegué en medio de dos grandes contradicciones, la primera es que yo llegaba y todos se iban, y la segunda, más rara aun, es que las vacas eran sagradas, los puercos  estaban enfermos y no se podían comer y los huevos, que era lo único que había en las bodegas,  eran para tirarlos contra las puertas, los autos y las personas.  De eso nos enteramos en susurros,  y recuerdo que pregunté: - ¿Y por qué susurras, si estamos hablando en ruso?
-Porque las paredes oyen...-,  Eso fue revelador, gritos, multitudes, huevos voladores, líquidos de formol para mojar los zapatos, y por último paredes que escuchan, era demasiado para el primer día en la isla. Al otro día comenzamos un largo viaje hacia Oriente.

Llegamos al pueblo al anochecer. Debo decir, antes de continuar adentrándome en la memoria, que la similitud entre  "Malvango" y " Macondo", no es puramente casual, ni está limitada a la toponimia. Es más bien una de esas raras circunstancias  de la crueldad histórica, donde lo maravilla supera con creces la realidad. Volviendo al viaje... Una carreta nos estaba esperando cerca del andén. Era un cajón revestido con hojalata,  enganchado a un tractor agrícola y llovía torrencialmente,  cuando digo "torrencialmente", quiero decir que toda el agua del mundo estaba cayendo sobre la carreta, sobre la hojalata de la carreta, que multiplicaba hasta el infinito el  fenómeno acústico de aquel  diluvio...  no sé si decir primaveral, infernal, o premonitorio.
El viaje duró como una hora.  Entre atasco y atasco yo sentía como mi corazón se hacía más y más pequeño, hasta ser un susurro,  un lamento débil y sostenido, un agujero negro en el centro del pecho. Era el olvido. Fue entonces que empecé a entender el llanto de abuela. Pero ella ya estaba al otro lado del mundo.
A ambos lados del camino se disponían pequeñas casas de madera con techos de guano, en el centro una puerta, y sobre la puerta una bombilla,  todas emanando la misma luz tenue como el eco del eco, casi inexistente. Era un paisaje repetitivo, siempre tenía la impresión de estar mirando la misma escena. Al final sobrevino  lo esperado, lo inevitable, lo uno y otra vez anunciado: la última pared de madera, la última puerta, y la última bombilla, eran las nuestras.
Las paredes interiores eran de bloques desnudos. Se entraba directamente a un saloncito, y de ahí a las habitaciones. En lugar de puertas, colgaban cortinas de saco, teñidas  con alevosía  de un cardenal grandilocuente. En cada una de las cuatro paredes colgaban unos gigantescos cuadros con periquitos australianos, que según Él, eran “verdaderos”, porque se habían comprado antes del 59 en la Isla de Pinos. Amén. Todo era oscuro y húmedo… decenas de rostros se sucedían frente a mí con su mueca más dulce.  Es increíble como he logrado memorizar aquellos gestos, los oculté en algún remoto estanque de la memoria para no perderlos.  Mi madre tendría entonces, unos 15 años menos de los que tengo yo ahora, y por más que acomodo y reacomodo la historia, no  logro entender, cómo pudo, con qué fuerzas sobrenaturales logró  soportar aquella noche.
La primera habitación de la derecha era la nuestra.  Después que terminó el jolgorio de recibimiento, mi madre y yo decidimos traspasar aquella cortina y adentrarnos en el que sería nuestro refugio por seis larguísimos años.  Recuerdo que lo hicimos despacio, con el paso y la respiración entrecortada, como quien teme encontrar frente a si un abismo. Nos sentamos al borde de la cama, donde ya Él dormía, rendido por el aguardiente. Nos miramos  largamente, en un silencio austero, sepulcral… y yo no sé qué estaría pasando por la mente de mi madre, pero yo sólo tenía una interrogante concreta: ¿Cómo haría para dormir dentro de aquella caja de tela que estaba sobre mi cama, y que después supe que se llamaba mosquitero?
Sin embargo, un suave olor a almidón planchado me sedujo y dormí  estupendamente.  Al otro día  me despertaron los hilos de luz que traspasaban mi mosquitero. Saque la cabeza de la casa de tela y empecé a observar, uno a uno, los objetos que me rodeaban. Mi cama era de hierro, y aunque era notable que estaba un poco oxidada, alguna vez había sido blanca...

jueves, 19 de marzo de 2015



Fragmento 1


Primero fueron las gaviotas y el ancla descendiendo, tan lentamente, que jamás habría imaginado lo difícil que sería abandonar aquella isla.  Las calles de La Habana eran una muchedumbre, una masa compacta de sudor y carne, de gritos en un idioma entonces incomprensible, pero definitivamente seductor, armónico,  y raramente jugoso.
EL proceso de la aduana era sencillo entonces.  Los oficiales del barco que eran, entre otras cosas, expertos contrabandistas de todo tipo de artefactos, le hicieron una sola sugerencia a mi madre: " raspe las suelas de todos los zapatos, para que no parezcan  nuevos”.  Y así lo hicimos, nos sorprendió el amanecer en plena faena, con el ala caída de tanto raspar y con el alma llena de borrones. Cada movimiento de la mano iba multiplicando, una a una, las millas que habíamos dejado atrás en el Atlántico.
Él nos estaba esperando. Mi madre aún permanecía atada al espejo, pintándose una y otra vez la boca con aquel color bandera, cuando apareció en la puerta del camarote, la observó  fijamente y la abrazó, como nunca más lo haría
Yo tenía siete años y me atrevo a decir que ese día se pertrechó toda la filosofía de mi vida: vivir contracorriente. Era abril de 1980, justo en los días del éxodo del Mariel y el segundo brote de la fiebre po. Lo que significa que llegue en medio de dos grandes contradicciones, la primera es que yo llegaba y todos se iban, y la segunda, más rara aun, es que las vacas eran sagradas, los puercos  estaban enfermos y no se podían comer y los huevos  eran para tirárselo a las personas en la calle.
Llegamos al pueblo al anochecer. Debo decir, antes de continuar adentrándome en la memoria, que la similitud entre  "Malvango" y " Macondo", no es puramente casual, ni está limitada a la toponimia. Es más bien una de esas raras circunstancias  de la crueldad histórica, donde lo maravilla supera con creces la realidad. Volviendo al viaje... Una carreta nos estaba esperando cerca del andén. Era un cajón revestido con hojalata,  enganchado a un tractor agrícola y llovía torrencialmente,  cuando digo "torrencialmente", quiero decir que toda el agua del mundo estaba cayendo sobre la carreta, sobre la hojalata de la carreta, que multiplicaba hasta el infinito el  fenómeno acústico de aquel  diluvio...  no sé si decir primaveral, infernal, o premonitorio.
El viaje duró como una hora.  Entre atasco y atasco yo sentía como mi corazón se hacía más y más pequeño, hasta ser un susurro,  un lamento débil y sostenido, un agujero negro en el centro del pecho. Era el olvido. Fue entonces que empecé a entender el llanto de abuela. Pero ella ya estaba al otro lado del mundo.
A ambos lados del camino se disponían pequeñas casas de madera con techos de guano, en el centro una puerta, y sobre la puerta una bombilla,  todas emanando la misma luz tenue como el eco del eco, casi inexistente. Era un paisaje repetitivo, siempre tenía la impresión de estar mirando la misma escena. Al final sobrevino  lo esperado, lo inevitable, lo uno y otra vez anunciado: la última pared de madera, la última puerta, y la última bombilla, eran las nuestras.
Las paredes interiores eran de bloques desnudos. Se entraba directamente a un saloncito, y de ahí a las habitaciones. En lugar de puertas, colgaban cortinas de saco, teñidas  con alevosía  de un cardenal grandilocuente. En cada una de las cuatro paredes colgaban unos gigantescos cuadros con periquitos australianos, que según Él, eran “verdaderos”, porque se habían comprado antes del 59 en la Isla de Pinos. Amén. Todo era oscuro y húmedo… decenas de rostros se sucedían frente a mí con su mueca más dulce.  Es increíble como he logrado memorizar aquellos gestos, los oculté en algún remoto estanque de la memoria para no perderlos.  Mi madre tendría entonces, unos 15 años menos de los que tengo yo ahora, y por más que acomodo y reacomodo la historia, no  logro entender, cómo pudo, con qué fuerzas sobrenaturales logró  soportar aquella noche.
La primera habitación de la derecha era la nuestra.  Después que terminó el jolgorio de recibimiento, mi madre y yo decidimos traspasar aquella cortina y adentrarnos en el que sería nuestro refugio por seis larguísimos años.  Recuerdo que lo hicimos despacio, con el paso y la respiración entrecortada, como quien teme encontrar frente a si un abismo. Nos sentamos al borde de la cama, donde ya Él dormía, rendido por el aguardiente. Nos miramos  largamente, en un silencio austero, sepulcral… y yo no sé qué estaría pasando por la mente de mi madre, pero yo sólo tenía una interrogante concreta: ¿Cómo haría para dormir dentro de aquella caja de tela que estaba sobre mi cama, y que después supe que se llamaba mosquitero?
Sin embargo, un suave olor a almidón planchado me sedujo y dormí  estupendamente.  Al otro día  me despertaron los gallos. Saque la cabeza de la casa de tela y empecé a observar, uno a uno, los obque me rodeaban. Mi cama era de hierro, y aunque era notable que estaba un poco oxidada, alguna vez había sido blanca, y de hecho me gustaba mucho. En lugar de ventanas, había dos huecos en las paredes clausurados con gruesos tablones…


Fragmento 1


Primero fueron las gaviotas y el ancla descendiendo, tan lentamente, que jamás habría imaginado lo difícil que sería abandonar aquella isla.  Las calles de La Habana eran una muchedumbre, una masa compacta de sudor y carne, de gritos en un idioma entonces incomprensible, pero definitivamente seductor, armónico,  y raramente jugoso.
EL proceso de la aduana era sencillo entonces.  Los oficiales del barco que eran, entre otras cosas, expertos contrabandistas de todo tipo de artefactos, le hicieron una sola sugerencia a mi madre: " raspe las suelas de todos los zapatos, para que no parezcan  nuevos”.  Y así lo hicimos, nos sorprendió el amanecer en plena faena, con el ala caída de tanto raspar y con el alma llena de borrones. Cada movimiento de la mano iba multiplicando, una a una, las millas que habíamos dejado atrás en el Atlántico.
Él nos estaba esperando. Mi madre aún permanecía atada al espejo, pintándose una y otra vez la boca con aquel color bandera, cuando apareció en la puerta del camarote, la observó  fijamente y la abrazó, como nunca más lo haría
Yo tenía siete años y me atrevo a decir que ese día se pertrechó toda la filosofía de mi vida: vivir contracorriente. Era abril de 1980, justo en los días del éxodo del Mariel y el segundo brote de la fiebre porcina. Lo que significa que llegue en medio de dos grandes contradicciones, la primera es que yo llegaba y todos se iban, y la segunda, más rara aun, es que las vacas eran sagradas, los puercos  estaban enfermos y no se podían comer y los huevos  eran para tirárselo a las personas en la calle.
Llegamos al pueblo al anochecer. Debo decir, antes de continuar adentrándome en la memoria, que la similitud entre  "Malvango" y " Macondo", no es puramente casual, ni está limitada a la toponimia. Es más bien una de esas raras circunstancias  de la crueldad histórica, donde lo maravilla supera con creces la realidad. Volviendo al viaje... Una carreta nos estaba esperando cerca del andén. Era un cajón revestido con hojalata,  enganchado a un tractor agrícola y llovía torrencialmente,  cuando digo "torrencialmente", quiero decir que toda el agua del mundo estaba cayendo sobre la carreta, sobre la hojalata de la carreta, que multiplicaba hasta el infinito el  fenómeno acústico de aquel  diluvio...  no sé si decir primaveral, infernal, o premonitorio.
El viaje duró como una hora.  Entre atasco y atasco yo sentía como mi corazón se hacía más y más pequeño, hasta ser un susurro,  un lamento débil y sostenido, un agujero negro en el centro del pecho. Era el olvido. Fue entonces que empecé a entender el llanto de abuela. Pero ella ya estaba al otro lado del mundo.
A ambos lados del camino se disponían pequeñas casas de madera con techos de guano, en el centro una puerta, y sobre la puerta una bombilla,  todas emanando la misma luz tenue como el eco del eco, casi inexistente. Era un paisaje repetitivo, siempre tenía la impresión de estar mirando la misma escena. Al final sobrevino  lo esperado, lo inevitable, lo uno y otra vez anunciado: la última pared de madera, la última puerta, y la última bombilla, eran las nuestras.
Las paredes interiores eran de bloques desnudos. Se entraba directamente a un saloncito, y de ahí a las habitaciones. En lugar de puertas, colgaban cortinas de saco, teñidas  con alevosía  de un cardenal grandilocuente. En cada una de las cuatro paredes colgaban unos gigantescos cuadros con periquitos australianos, que según Él, eran “verdaderos”, porque se habían comprado antes del 59 en la Isla de Pinos. Amén. Todo era oscuro y húmedo… decenas de rostros se sucedían frente a mí con su mueca más dulce.  Es increíble como he logrado memorizar aquellos gestos, los oculté en algún remoto estanque de la memoria para no perderlos.  Mi madre tendría entonces, unos 15 años menos de los que tengo yo ahora, y por más que acomodo y reacomodo la historia, no  logro entender, cómo pudo, con qué fuerzas sobrenaturales logró  soportar aquella noche.
La primera habitación de la derecha era la nuestra.  Después que terminó el jolgorio de recibimiento, mi madre y yo decidimos traspasar aquella cortina y adentrarnos en el que sería nuestro refugio por seis larguísimos años.  Recuerdo que lo hicimos despacio, con el paso y la respiración entrecortada, como quien teme encontrar frente a si un abismo. Nos sentamos al borde de la cama, donde ya Él dormía, rendido por el aguardiente. Nos miramos  largamente, en un silencio austero, sepulcral… y yo no sé qué estaría pasando por la mente de mi madre, pero yo sólo tenía una interrogante concreta: ¿Cómo haría para dormir dentro de aquella caja de tela que estaba sobre mi cama, y que después supe que se llamaba mosquitero?
Sin embargo, un suave olor a almidón planchado me sedujo y dormí  estupendamente.  Al otro día  me despertaron los gallos. Saque la cabeza de la casa de tela y empecé a observar, uno a uno, los objetos que me rodeaban. Mi cama era de hierro, y aunque era notable que estaba un poco oxidada, alguna vez había sido blanca, y de hecho me gustaba mucho. En lugar de ventanas, había dos huecos en las paredes clausurados con g

lunes, 16 de marzo de 2015


Hoy fui a ver el mar
y esta cansado
ha roto su perfil contra la roca.

domingo, 15 de marzo de 2015


La cercanía con la tía Geña me ofreció una posición privilegiada para enterarme de cuanto chisme corría por Malvango. Me aprendí todos los árboles genealógicos ocultos, y por más que trataban de enredar la cosa con  frases a medio decir y lenguaje corporal  de todo tipo, yo, que lo único que hacía era limarme la misma uña una y otra vez, con la cabeza medio baja, como quien está, pero no esrá (pero en realidad sagaz como un pichón de Gavilán) me las arreglaba para hilvanar palabra con palabra y entenderlo todo. De vez en cuando me hacían una pregunta medio tonta como para verificar mi total ausencia de atención y entendimiento, y yo hasta me demoraba para responder, como quien de verdad está ido del mundo. Mi pobre dedo hasta sangraba de tanta lima. Pero yo ahí, porque aquel mundo raro y lleno de trillos ocultos me fascinaba. En esos días conocí a tatarabuela Inés, porque he de decir, que después de tener una familia bielorrusa que cabía íntegra en una mesa de ocho, me encontré inmersa en un familión enorme,  con tías abuelas, bisabuelas y tatarabuelas por las cuatro esquinas. Inés era la viuda de Morales, quien había muerto del corazón antes de que yo apareciera, pero antes de morir había salvado ( según los cuentos) a más de uno, había parado a hombres de sillas de rueda, niños de sus lecho de muerte, y había liberado de "males ocultos y extravagantes" a cuanta persona se presentaba en su templo. El templo no llegué a conocerlo, pero sí había un gran portón de hierro fundido entre mi casa y la casa de tatarabuela Inés,  un portón misterioso que no llevaba a ningún lugar, porque detrás de él sólo quedaba un solar, un herbazal que decían era sagrado, nadie podía pasar por ahí, nadie menos mi madre, que cuando apenas llevaba un mes de instalada armó una colorida tendedera de toallas en medio de aquello, lo que le costó el odio eterno de todas las mujeres. Es una "creída" decían, cree que porque es extranjera  puede venir a tender sus toallas rusas así, como si nada. Ojalá se las lleve el viento. Probablemente a nosotras, no a las toallas.

Piel baldía. Fragmento


Fragmento de "Piel baldía" (original de Helena Bicova)

La abuela Hilda tenía 12 hijos, creo que por eso murió a destiempo, yo aun no había cumplido los ocho años cuando se fue al cielo, creo que necesitaba un corazón tan grande, que terminó rompiéndole el pecho. Tía Geña era mi favorita. Yo pensaba que era traficante de algún tipo de misterio, de alguna cosa prohibida, y eso me apasionaba. Cada cierto tiempo la visitaba "el elemento", así lo llamaban, haciendo una combinación de mueca entre ojos y boca, dirigida hacia mi, para que quedara, más claro aún,  que era un tema prohibido.  Llegaba siempre de madrugada. Yo me enteraba porque venía en un tren, que como una cuchillada hería el silencio pasmoso de la noche.  Aparecía como una hora después de que el tren pitara tres veces. Esa era la contraseña, porque de inmediato la tía se metía en el baño con una cubeta de agua de pozo y ramajos de algo que a mi sonaba a vaca,  y con el tiempo supe que era albahaca. Y ya no hablaba con nadie, y todos se empezaban a recoger con premura... yo no sabía español, pero si sabía de espionaje de todo tipo, de elementos, y especialmente de hacerme la tonta.

Después venían los ruidos, los platos de aluminio en la cocina, el chorro de agua y los pedazos de hielo, mi garganta se resecaba de sólo imaginar aquella agua fresca en medio de la noche, pero sabía que no podía ni toser. Luego los  susurros, el tono de ella era de preguntas, el de él un balbuceo, un jadeo y no sé que resbaladizo que  parecía decir nada. Nadie salía de ninguna de las cuatro habitaciones, sólo la tía Geña. Y llegaba el silencio, diferente de los otros silencios, un silencio que agitaba el corazón y yo no quería ni respirar, porque sabía que aquel silencio era culpable, no quería escucharlo y me tapaba la cabeza con la almohada pero el silencio era impertinente...  luego los quejidos, siempre en el mismo orden, él decía "si" y ella decía "no" entre risitas ella seguía diciendo "no" pero era obvio que un "no con risitas", era mas un sí,  que un "sí a secas". Esa parte era un poco confusa, respiraban tan fuerte que yo tenia la impresión de que la cortina del cuarto se movía en medio de una ráfaga de viento, una ráfaga caliente, sofocante, a punto de llevarse de una en una las tejas francesas y dejarnos refrescar bajo las estrellas aquella fiebre ajena, y contagiosa. Después  un último alarido, como de gata y luego por fin el otro silencio, largo e indiferente, vacío, ausente de todo, de sed, de latidos, de respuestas, un silencio ordinario que poco a poco se desvanecía entre ronquidos.
Yo no podía dormir, sabía que al otro día encontraría la mercancía, el contrabando que al fin de cuentas era lo único que me importaba, y eso me desvelaba hasta el amanecer. Siempre venía en pomitos de penicilina,  de vidrio verdadero, nada de plástico. Venían colores inimaginables, rojos, naranjas, los violeta medio perlados eran elegantes (bueno pa las manos prietas, decía la tía). Geña era la única "pinta uñas" del barrio. Y me enseñó el oficio, por eso la pude ayudar cuando se enfermó del alma, y con tanta cercanía entendí que el "elemento" era el amante, el "contrabando" pinturas de uña  que el traía desde Santiago en el tren de carga donde trabajaba como maquinista. Después que la tía enfermó, nunca más escuché la contraseña, sólo la mole de hierro cortando el silencio de la noche, no volví a escuchar  al elemento y las pinturas se fueron secando poco a poco.

miércoles, 11 de marzo de 2015

Acto final




Si regreso... iré sin prisa
Iré descalza
Iré desnuda
Iré tranquila
Iré hermosa
Todo está en que regrese...
Y tú sabes que no regresaré
 de ningún modo.


miércoles, 25 de febrero de 2015


Si he dicho alguna vez

que en el centro del mundo está mi mano

no he mentido

todo radica en la sigilosa plenitud del sueño de sabernos nuestros

si amigos o enemigos, nada importa

Mi dios está sentado sobre la cabeza de una hormiga

ella lo ignora...

Conciliemos el sueño

y de seguro podremos despertar danzando

siempre habrá un lugar para los cuerdos que de repente se despiertan

y se creen vivos

y enarbolan su suerte de banderas.

El cuerpo es insomne cuando los locos cantan

se dice que antes de saltar hacia el vacío

cantan con fiereza y no con canto

contaminan la ciudad con polvo extraño

me invaden la pupila

y se ríen en mi cara

absurdamente

se despojan del gesto vespertino

y se van

como si nada

como si amar y suicidarse fuera un juego.

Si he dicho alguna vez que la ciudad está en mi techo

no he mentido

la hilaridad se desencaja bajo el agua

los peces se suspenden

y los hombres siguen en su diario pisotear de sombras

invaden el mismo centro de los parques

rectilíneos y blancos, como el viento

y se duermen

se ausentan tan tranquilos…

Este árbol ha crecido demasiado

se confunde con mi ojo y sí me importa

le ofrecí un vidrio para que se cortara las raíces

y sólo dibujó su seña en mi corteza

Este árbol no sabe que no duermo.

Primero llegó uno y luego todos

nos reunimos para envejecer acompañados

y recordar ese modo largo de estar bajo los astros

más allá de la piel y su cansancio...

Dije que nos reuniremos todos

y no es cierto

sólo vendrán los vivos sin cordura

Sólo vendrán los que jugaron al puente  y se marcharon

con una pizca de amor bajo la lengua

y una ausencia -torpe-melodía.

Los hombres se confunden con la decadencia de los sueños

los hombres se destruyen los dedos cortando girasoles

y en el breve sonido de la noche inédita se espantan

Los hombres son tristes fierecillas

hoy sólo los miro

la ciudad, por pequeños, los perdona.