jueves, 19 de marzo de 2015



Fragmento 1


Primero fueron las gaviotas y el ancla descendiendo, tan lentamente, que jamás habría imaginado lo difícil que sería abandonar aquella isla.  Las calles de La Habana eran una muchedumbre, una masa compacta de sudor y carne, de gritos en un idioma entonces incomprensible, pero definitivamente seductor, armónico,  y raramente jugoso.
EL proceso de la aduana era sencillo entonces.  Los oficiales del barco que eran, entre otras cosas, expertos contrabandistas de todo tipo de artefactos, le hicieron una sola sugerencia a mi madre: " raspe las suelas de todos los zapatos, para que no parezcan  nuevos”.  Y así lo hicimos, nos sorprendió el amanecer en plena faena, con el ala caída de tanto raspar y con el alma llena de borrones. Cada movimiento de la mano iba multiplicando, una a una, las millas que habíamos dejado atrás en el Atlántico.
Él nos estaba esperando. Mi madre aún permanecía atada al espejo, pintándose una y otra vez la boca con aquel color bandera, cuando apareció en la puerta del camarote, la observó  fijamente y la abrazó, como nunca más lo haría
Yo tenía siete años y me atrevo a decir que ese día se pertrechó toda la filosofía de mi vida: vivir contracorriente. Era abril de 1980, justo en los días del éxodo del Mariel y el segundo brote de la fiebre porcina. Lo que significa que llegue en medio de dos grandes contradicciones, la primera es que yo llegaba y todos se iban, y la segunda, más rara aun, es que las vacas eran sagradas, los puercos  estaban enfermos y no se podían comer y los huevos  eran para tirárselo a las personas en la calle.
Llegamos al pueblo al anochecer. Debo decir, antes de continuar adentrándome en la memoria, que la similitud entre  "Malvango" y " Macondo", no es puramente casual, ni está limitada a la toponimia. Es más bien una de esas raras circunstancias  de la crueldad histórica, donde lo maravilla supera con creces la realidad. Volviendo al viaje... Una carreta nos estaba esperando cerca del andén. Era un cajón revestido con hojalata,  enganchado a un tractor agrícola y llovía torrencialmente,  cuando digo "torrencialmente", quiero decir que toda el agua del mundo estaba cayendo sobre la carreta, sobre la hojalata de la carreta, que multiplicaba hasta el infinito el  fenómeno acústico de aquel  diluvio...  no sé si decir primaveral, infernal, o premonitorio.
El viaje duró como una hora.  Entre atasco y atasco yo sentía como mi corazón se hacía más y más pequeño, hasta ser un susurro,  un lamento débil y sostenido, un agujero negro en el centro del pecho. Era el olvido. Fue entonces que empecé a entender el llanto de abuela. Pero ella ya estaba al otro lado del mundo.
A ambos lados del camino se disponían pequeñas casas de madera con techos de guano, en el centro una puerta, y sobre la puerta una bombilla,  todas emanando la misma luz tenue como el eco del eco, casi inexistente. Era un paisaje repetitivo, siempre tenía la impresión de estar mirando la misma escena. Al final sobrevino  lo esperado, lo inevitable, lo uno y otra vez anunciado: la última pared de madera, la última puerta, y la última bombilla, eran las nuestras.
Las paredes interiores eran de bloques desnudos. Se entraba directamente a un saloncito, y de ahí a las habitaciones. En lugar de puertas, colgaban cortinas de saco, teñidas  con alevosía  de un cardenal grandilocuente. En cada una de las cuatro paredes colgaban unos gigantescos cuadros con periquitos australianos, que según Él, eran “verdaderos”, porque se habían comprado antes del 59 en la Isla de Pinos. Amén. Todo era oscuro y húmedo… decenas de rostros se sucedían frente a mí con su mueca más dulce.  Es increíble como he logrado memorizar aquellos gestos, los oculté en algún remoto estanque de la memoria para no perderlos.  Mi madre tendría entonces, unos 15 años menos de los que tengo yo ahora, y por más que acomodo y reacomodo la historia, no  logro entender, cómo pudo, con qué fuerzas sobrenaturales logró  soportar aquella noche.
La primera habitación de la derecha era la nuestra.  Después que terminó el jolgorio de recibimiento, mi madre y yo decidimos traspasar aquella cortina y adentrarnos en el que sería nuestro refugio por seis larguísimos años.  Recuerdo que lo hicimos despacio, con el paso y la respiración entrecortada, como quien teme encontrar frente a si un abismo. Nos sentamos al borde de la cama, donde ya Él dormía, rendido por el aguardiente. Nos miramos  largamente, en un silencio austero, sepulcral… y yo no sé qué estaría pasando por la mente de mi madre, pero yo sólo tenía una interrogante concreta: ¿Cómo haría para dormir dentro de aquella caja de tela que estaba sobre mi cama, y que después supe que se llamaba mosquitero?
Sin embargo, un suave olor a almidón planchado me sedujo y dormí  estupendamente.  Al otro día  me despertaron los gallos. Saque la cabeza de la casa de tela y empecé a observar, uno a uno, los objetos que me rodeaban. Mi cama era de hierro, y aunque era notable que estaba un poco oxidada, alguna vez había sido blanca, y de hecho me gustaba mucho. En lugar de ventanas, había dos huecos en las paredes clausurados con g

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