martes, 29 de enero de 2019


El mismo frio de la carreta, contra mi boca, amén de los baches, lo estoy sintiendo ahora, 35 años después. Mi boca de pez contra la pared de vidrio, siento la respiración de los aviones que llegan y se van estremeciendo todo de ese modo solapado que me hipnotiza y me salva una y otra vez.

-Pasajeros del vuelo Beirut-New York… 

Camino detrás de dos mujeres envueltas en trapos que llevan mí mismo destino. Ellas corren, yo corro,  ellas se pierden, yo me pierdo, se ríen tapándose la boca, yo viro la cara. Ellas se metieron en un baño y gracias a mi habilidad de caminar mirando el piso, pude reconocerlas cuando salieron, las conocí por los zapatos, colección de primavera de Gianvito Rossi, porque de ahí pa arriba, ya no quedaba ni un trapo, más bien todo ajustado, enmarcado y divergente.   Son como este país, donde nada es lo que parece.

Empiezo a contar mis pasos. Los pasos separan más que los autos, más que los trenes y más que los aviones, porque cuando caminas el cansancio debilita la agonía, mientras que si vas sentado la agonía se hincha, se acomoda, se acuclilla en el lado más confortable de la memoria y se queda allí,  como una gata. Por eso camino, lo más rápido que puedo, tengo un tacón medio flojo, pero avanzo, y sigo contando los pasos, cien, ciento  veinte, si los sumo con los mismos cien o ciento veinte de él,  que va en sentido contrario,  ya es un buen tiempo  de pasos que nos separan.

-Pasaporte y pasaje, por favor.

-Aquí están.

 ¿Sólo estuvo dos días en Beirut, Eva?

-Sí. Pensé estar una semana, pero tuve que adelantar el regreso. Me hubiese gustado quedarme algunos…

-¿Cómo se deletrea su apellido?

-B-I-C, Bic

-¿Bic, como la marca de bolígrafos?

-No, Bic, como la marca de maquinillas de rasurar.

-¿Usted tiene algún problema con mi barba?

-No señor. Era una broma. Lo que pasa es que…

-Raro. Un viaje demasiado  largo, para una estancia tan corta.

-Sí, tiene razón, un viaje como de veinte años para un regreso de algunas horas.

-Como sea. - El oficial levantó la vista, me imagino que para asegurarse de que yo no lucia del todo demente y me entregó mis documentos.  - ¿Que lleva en la mano?-

-EL tacón de mi zapato.

-Occidentales…balbuceo entre sus dientes robustos y amarillentos mientras me acercaba un cesto de basura

- Échelo aquí, por favor.

-Si quiere le doy el otro. - Levanté el pie izquierdo y sin mucho esfuerzo lo  arranqué.

-¿A dónde irán  a parar mis tacones? Pregunte sin esperar respuesta.

¬-¿A qué  se  refiere?

-Nada, solo lo decía por lo de la Revolución de la basura, mis tacones terminaran olvidados en alguna calle céntrica de Beirut, o en un parque maloliente.

-Ese no es su problema, apúrese que el vuelo va a cerrar. Buen viaje.

Y otra vez mi cara contra el vidrio, ahora la ventanilla, medio ovalada…

jueves, 27 de agosto de 2015

Piel baldia (Fragmento)


Piel baldía. Fragmento.

Como todos los pueblos de este mundo, Malvango también tenía su loca. Se llamaba Adis, andaba por los cincuenta años cuando yo la conocí, recién llegada. Todos la miraban de reojo, y aunque ella andaba hilvanando una historia con otra, de casa en casa y de taburete en taburete, nadie la escuchaba,  nadie… sólo yo.  -“Esa tiene la locura debajo de la cintura”-, decían, y eso a mí sí me quedaba clarísimo: Adis estaba enferma del ombligo. Y yo no la escuchaba por educada, ni mucho menos porque me resultara interesante, yo la escuchaba porque Adis era la única persona del pueblo que se había dado cuenta de que yo ya entendía el  español.  Entonces ella me extorsionaba, nunca lo dijo,  pero yo sabía que escucharla era el precio de su silencio, mi única oportunidad de seguirme haciendo la tonta.  Cuentan, y digo cuentan, porque esto sí que no lo viví, que cuando el ciclón Flora, Malvango quedó sumergido y destrozado, prácticamente flotante,  las  casas de madera colapsaron, los animales se ahogaron, las siembras se perdieron, y el espirito del pueblo se resquebrajó  por la única muerte humana que tuvieron que lamentar: la pequeña hija de Adis. No recuerdo como se llamaba, pero cuentan que cuando pasó el ojo del huracán,  Adís  agarró a su hija de la mano, para ir a un lugar más seguro, y en cuestión de segundos, rompiendo aquella calma aparente, aquella trampa  viscosa, una ráfaga de viento se la arrebató para siempre  y la lanzó con verdadera demencia contra un árbol.  A partir de entonces  Adis empezó a deambular sin rumbo, oía lamentos y hablaba lo mismo con las cañas  que con el marabú, a veces hasta rompía la corteza con sus dedos,  y en las fogosas tardes de verano se encerraba en su casa, y entonces era cuando veíamos a más de uno entrando y   saliendo por la puerta trasera de la cocina, me imagino que iban a calmarla. “Míralo, ya anda encuevao  con la loca”,   acusaban sin reparos…  Después salía ella, radiante, con su cuerpo redondo y esponjoso,  oliendo a colonia,  y a yerbas, un olor dulzón y empalagoso, cuyo origen  ya habíamos descubierto jugando a los escondidos:   Adís se bañaba con un cubo de agua de pozo y montón de gajos verdes, ritual que me comentaría con lujos de detalles algunos años después… Se sentaba a la sombra y empezaba a cantar…

-Canta como las hienas, decían-. Pero a mí me parecía bonito, cantaba como yo, sin ton ni son, pero con el alma, que es como se debe cantar. La  verdad   es que era mejor oírla de lejos…

 


 

lunes, 27 de julio de 2015


Piel baldia. (Fragmento)
La casa de los Morales era la última de Malvango, estaba bastante lejos de todo, del “paradero del tren”, de la bodega de Nicanor, del canal con el chorro de agua más exuberante de toda mi vida, y también de la escuela. Colindaba con tierra de nadie por el fondo, con cañaverales interminables por un lado y el potrero por el otro.
El camino para la escuela tenía dos variantes, una larga y ruidosa porque había que pasar por decenas de casitas y saludar con un raro “ ehhhhyyyy” a cada persona con que me cruzaba, y la otra un poco peligrosa y prohibida para mí, que era saltando una cerca de alambre de púa y atravesando en diagonal el potrero lleno de ganado. Quizás si no me lo hubieran prohibido yo lo hubiera pensado mejor, pero tratándose de mí, la elección era obvia. 
-Un día le va a fajar un toro, con esa falda colora, y esa cara de papaya. - Decía la abuela Hilda, día tras día, con un desamor confuso que no me dejaba claro cuál era exactamente su deseo.

Pero a mí no me importaba, lo mío era andar con la mente, literalmente, en las nubes, inventando figuras en aquel cielo “come- ojos “de la una de la tarde. El cielo de aquel pueblo era distinto del resto del cielo, era un pedazo diseñado por Dios especialmente para la ataraxia Malvanguera, era plomizo, mudo, muy azul y con muchas nubes compactas y definidas, que no se movían ni a fuerza de deseo, y para colmo con algunas columnas de humo como de pequeños volcanes, que aun 30 años después, no tengo ni idea de dónde surgían. Mis ojos, pa ni ver las vacas, alternaban entre el cielo y mis pies. Mis zapatos eran como los de la mayoría de las niñas de Malvango, negros con cordones, como de cortar caña, pero más bajitos, a nivel del tobillo. Tenían que estar lustrados, había de darle cepillo a diario de derecha a izquierda, y tenían que brillar como un espejo, ese brillo era más importante que el brillo del cerebro, que el brillo de los ojos, que el brillo de la lata de hervir ropa. La única cosa que superaba el brillo de los zapatos colegiales era el brillo del par de motazos de talco en el pecho cobrizo de todas las mujeres, símbolo de limpieza irrefutable y hasta de dignidad. Pero lo más cruel era que aquellos zapatos eran irrompibles. Eran capaces hasta de detener el crecimiento del pie y redondear los dedos a fuerza de no doblegarse. Eran casi casi los zapatos de las concubinas asiáticas, pero sin lentejuelas.
Pero yo, experta en destruir lo construido para la eternidad, encontré el modo de acabar con ellos. Siempre he tenido la mala costumbre de contarlo todo, las líneas que separan las aceras en cuadros, los balcones de los edificios, los postes eléctricos, los pájaros en los tendidos, y obvio, al no poder contar las vacas (pa no mirarlas) y separarlas de los toros, o por colores, pues lo único que me quedaba era contar sus plastas de mierda. Primero las contaba con los ojos, llegué a contar hasta 70 en los mejores días, pero luego el ganado aumentó y empecé a brincar de plasta en plasta, mientras más durita por el sol, mejor, pero por dentro estaban blanditas. Así día por día llegaba con los zapatos llenos de mierda, me paraba al lado del pozo, sacaba un cubo de agua y se lo echaba encima, los secaba al sol, y a darle cepillo otra vez. No duraban ni tres meses…

martes, 19 de mayo de 2015


Yo he llorado a mis muertos. He llorado a más muertos de los que me tocaban en esta vida y en la otra.  Primero fue mi amiga Vicka, tendría unos seis años cuando se fue al cielo por la rareza de “ser azul”, -No la toques- me susurraban las viejas mientras tejíamos margaritas en el patio, y entonces yo le agarraba la mano y la arrastraba en una carrera frenética que la dejaba asfixiada, y me decía  riéndose "otra vez". Un día me despertaron temprano y me vistieron con un traje gris inaudito, un gris que gemía por sí solo, un gris con espinas, me pusieron un pañuelito en la cabeza, como lo exige la iglesia ortodoxa rusa, y me llevaron a despedirme de mi única amiga, suavemente acomodada en una caja de madera, adornada con encajes bordados a mano  y monedas. Atravesamos la puerta y abrí los brazos, como lo hacíamos buscando equilibrio en los bordes de la acera,  un paso, dos, un pie detrás del otro en una linea recta, perfecta, la luz  anaranjada de las velas se reflejaba en mis zapatos de charol negro, otro paso, y otro mas, quiero llegar pero no quiero, ojalá existieran los pasos que aún dándolos hacia delante nos llevaran hacía atrás,  me parecía escuchar a Vicka riéndose a carcajadas como cuando yo me tiraba al suelo a propósito para que ella ganara, porque en el traspatio de mi ingenuidad yo sentía  que ella estaba perdiendo. Llegué hasta la cajita blanca, más blanca que ella, que de tan blanca era azul, y traté de hacer mi última acrobacia , mi último intento por despertarla, pero esta esta vez ella no se rió, y sólo veía sus ojos cerrados, sus pestañas de polen y me ahogué en un llanto incontenible,  que recorría todo el cuerpo hasta llegar a los ojos, y brotaba caliente y afilado, como sólo el dolor verdadero sabe hacerlo. Yo tenía seis años y sabía que no era el llanto de la cebolla, era un agujero negro en el centro del pecho, un aullido de loba que se quedaría conmigo para siempre...
...


...avanzamos  por la calle Sovetskaya, que ya no me parecía tan ancha ni tan citadina, iba mirando los números de los edificios grises grises, sin gracia, hasta que llegamos al número  29, lo bordeamos y justo frente a la entrada, en el banco de madera y hierro fundido, casi invisible entre el enjambre de flores primaverales, estaba ella, con su mismo pelito desordenado, cinco o seis años, y su sonrisa sin dientes. No sabía si desfallecer, si cerrar los ojos o abrirlos.  Había vuelto y estaba allí, esperándome, más allá del tiempo, estaba idéntica, etérea, frágil, sonriente, y delicadamente azul...

-Se llama Vicka-, me dijo una mujer que la acompañaba, probablemente porque vio mis ojos de delirio y mis brazos inexplicablemente abiertos.

 -Lo se. Respondí con aplomo.
...

sábado, 16 de mayo de 2015

Piel Baldia (Fragmento)


 
A Eva la conocí de cerca, siempre andaba con el alma deshecha, el pelo deshecho, la vida hecha un nudo, que por el  contrario, nunca estaba deshecho, sino que cada vez se enredaba y se apretaba más, tanto que no había Dios capaz de deshacerlo. Bajaba y subía la escalinata de la residencia Quintero con una rapidez absurda,  como  si en lugar de Santiago, viviera en Nueva York, como si siempre tuviera un lugar danzante a dónde ir… quizás lo tenía,  no lo sé, pero lo que si sé es que Eva era un misterio. Aquella noche también llegó con los ojos hinchados y las manos frías, temblorosas, nadie supo nunca porque temblaba, pero tenía ese movimiento desesperante y sordo que delataba su miedo o su ira. Dormía los días de sol, y salía a desandar la ciudad los días de lluvia, sin paraguas ni zapatos, pero caminaba con vehemencia, como si a una hora exacta fuera a cerrarse  alguna puerta, para siempre.

-Se fue.- Fue lo único que Eva dijo aquella tarde,   y se desplomó sobre sus rodillas como una estatua dinamitada, como un rascacielos en implosión, como un ángel atravesado por una flecha de vidrio. 

- ¿Quién? - Preguntamos todas casi al unísono,  entre chismorreo y sorpresa. Sabíamos que ella perseguía a la gente que tarde o temprano tendría que irse, a la gente que estaba desbordante de urgencias, de música, de  cables cruzados, de ganas de vivir y explotar como fruta madura.

Pero yo si sabía. Se habían conocido apenas un par de meses atrás. Él le pidió ayuda con su tesis y su rostro estaba desdibujado en la oscuridad de la noche, en la soledad de la escalera, en la absoluta ceguera de la indiferencia.  La primera idea fue negarse, no había tiempo para tesis ajenas,  ni voluntad, ni deseo… pero estaba oscuro, y ese hombre estaba frente a ella,  expectante…viril,  Eva no lo veía, apenas lo escuchaba, pero disfrutaba su voz con ese acento suave, enigmático, y el olor a hombre hambriento. Estaba oscuro y quizás por eso en un ademán de manos se rozaron, y ella sintió que nada, absolutamente nada en este mundo era más urgente para ella, que ayudarlo.

Ella lo llamaba Mu, un poco por discreción, para poder mencionarlo sin que en realidad nadie supiera de quien hablaba.  Se escurría a media noche de la habitación y regresaba en la mañana, a veces radiante, a veces dispersa “No he dormido nada, la noche entera escuchando radio-reloj”,  decía mientras se enredaba en su cama para recuperarse. Nadie le creía lo del radio, la mirábamos con gracia: “si, como no… radio reloj.”  Pero lo cierto es que Eva…

domingo, 12 de abril de 2015



Piel baldía ( fragmento)

A pesar de la humedad y el bullicio de aquella primera noche salvaje, un suave y enigmático olor a almidón planchado me sedujo y dormí estupendamente. Desperté con los hilos de luz que traspasaban mi mosquitero. Mi cama,  aunque estaba un poco oxidada, alguna vez había sido blanca y me parecía hermosa con sus hierros fundidos en forma de arabescos. Mi madre ya se había levantado, y aunque aún las maletas estaban acomodadas una encima de la otra, ella ya había puesto su "sobrecama" de amapolas que terminó siendo, para su orgullo, la envidia de todas las mujeres.
Yo siempre he tenido ciertas dudas sobre el amor, pero me inclino a pensar que es una reacción química entre una molécula de lujuria con  setecientas moléculas de locura. Esa sería la única razón capaz de justificar  aquella aventura.  Miré afuera y allí estaba, con un vestido rosa intenso (que también tiene su historia) paseándose frente a los cañaverales. El le explicaba que allá en el horizonte, bien allá, donde sólo había monte y bejuco, allá... (y yo emocionada esperando, expectante, ansiosa, a ver por fin  que era lo que  había, porque al parecer si había algo... ) donde ves aquel punto negro de no sé qué cosa, termina "Malvango" y empieza "Tira-Palo"... Un notición. Para mi, que estaba en medio de la emoción de los Juegos Olímpicos del 80, que ya se apoderaba de todos los entornos cubanos, " Tira- palo" traducido al ruso sonó como un extraordinario lugar de lanzamiento olímpico. Pero no, era algo un poco menos interesante, otro caserío, que se construyó con no se qué palos que se tiraban desde un tren en marcha, y en honor al suceso, se llama " Tira- palo".

En aquella época yo no entendía  nada, pero ahora no tengo dudas: Ella se imaginaba que al atravesar el Atlántico  iba para una hacienda de novela brasileña, que viviría rodeada de ganado y frutas exóticas, se echaría aire con gigantescos abanicos de plumas y tomaría leche de cabra sin conservantes ni límites.  Ella sería  Doña Bella. Será por eso aquella extraña afición por hacerse fotos encaramada en un caballo, el único decente de todo Malvango, sentada de lado con cierto aire aristocrático y su vestido de flores, y con toda la familia alrededor (fuera del encuadre) pidiéndole a Dios que no se cayera. -A esta rusa le falta un tornillo-, decían, y yo estaba de acuerdo, no uno, sino todos. Pero ella lo amaba, y creía que El la amaba,  y eso era suficiente...

jueves, 2 de abril de 2015

Piel baldía. (Fragmento)


Solíamos cruzarnos en la calle… yo como siempre sin rumbo, perdida dentro de mis propios pasos, él, no sé, pero nos cruzábamos y siempre me sonreía. Llevaba el pelo largo, y a pesar del calor santiaguero traía una bufanda. Probablemente estaba loco, eso decían, pero a mí me resultaba interesante, especialmente porque siempre aparecía cuando yo andaba buscando a otra gente. Hasta que un día empezó a caminar a mi lado, yo apretaba el paso, y él también, yo no tenía rumbo, y al parecer él tampoco, yo hacía izquierda, derecha, marcha atrás, y él ahí… la p… madre que lo parió. Ya me estaba desesperando cuando me preguntó mi nombre. –Yo no tengo nombre-, le dije, Entonces te llamarás “Ella” dijo sonriendo. Y yo seré “El” -continuó mientras trataba de acoplar el paso a mi “casi – carrera”, llena de pánico-.
-¿Y a dónde vas con tanta prisa? Empezó a interrogarme. -Esa es una pregunta retórica en mi vida, es la esencia de todo. Un destino, una meta final inexistente, una prisa sin sentido… a dónde podía yo ir, si estaba dando vueltas pa atrás y palante en el mismo lugar, habíamos empezado en el parque del ajedrez, llevábamos una hora dando vueltas, y estábamos de nuevo frente al parque del ajedrez. Pero él no se daba cuenta.
-Voy a la biblioteca, tengo que estudiar latín. Le dije, con la certeza de que era la respuesta perfecta para ahuyentar a cualquiera, hasta a mí misma.
-Yo te puedo ayudar, yo se latín.
Era un hombre raro, con una mirada profunda e inexplicable, de palabras ágiles y precisas como un reloj suizo. Caminamos hasta la biblioteca, y para mi sorpresa EL realmente sabía latín. Alguien sin nombre, en este mundo donde nadie sabe nada, sabía latín. Recuerdo que estudiamos la primera declinación. Nos despedimos sin intercambiar ni el nombre.
Sentí miedo, un miedo pálido, pero miedo, un miedo confuso, en el punto medio entre la admiración y el absurdo. Nos vimos muchas veces, decenas de veces, siempre en las mismas circunstancias, por azar, por andar los mismos caminos, desandamos calles y más calles, sin hablar, al menos que yo recuerde. Justo cuando nos encontrábamos me hacía elegir una de las puntas de su bufanda, que ahora tenían nudos… No importaba cuál yo elegía, porque en ambas tenía caramelos para mí. Y se reía a carcajadas como un niño, y yo me sentía confusa, pero feliz. Vimos muchos atardeceres en la bahía, y nunca supe nada de él, ni qué hacía, ni de dónde venía, mucho menos hacia donde iba. Pasaron varios meses, quizás un par de años, y un día me di cuenta de que ya no estaba, ya no aparecía detrás de los postes, al doblar la esquina, o en la entrada de la Universidad, simplemente se había ido como mismo llegó, como una sombra.
Un día estaba revisando la correspondencia a ver si había algo para mí, y me encuentro con una caja llena de sobres hechos a mano, sin destinatario ni remitente. -¿Qué es esto? Pregunté a la encargada.
-Vaya usted a saber, hace tres meses que están llegando esas cartas y nadie las recoge-. Me respondió con indiferencia.
Cogí la cajita, tendría unos veinte o treinta sobres. Remitente “El la extraña” , “El la necesita”, o simplemente “El”… Destinatario: “Ella es hermosa”, “Ella tiene ojos de agua”, o simplemente “Ella”, y abajo decía, edificio F… y ahí pensé, oh que hermoso, y parece que es alguien del mismo edificio donde yo duermo… y seguí leyendo, “tercera planta”, ya empezaba a picarme la curiosidad… “primer cuarto a la derecha”, última cama arriba. Era yo, era mi mapa, era el mapa de mi cuarto, que es lo mismo que decir el mapa de mi mano. Justo ahí lo recordé, recordé que él no tenía nombre, ni yo tampoco, recordé los caramelos, y que una vez había venido a traerme mangos… y me di cuenta de que me hacía tanta falta. Y ahora aquella caja llena de cartas donde quizás estaban todas las repuestas, todas las preguntas, todos esos espacios vacíos y misteriosos que hasta hoy no he podido responder. No abrí ni una, las puse todas sobre mi cama y la que traía en la mano, por la que había identificado al remitente, debajo de la almohada. Y tuve que salir, no sé qué urgencia me sacó de aquel trance, no sé qué circunstancia tan absurda como aquella historia, me hizo abandonar aquella caja. Cuando regresé no estaba, nunca apareció, por más que busqué y pregunté… desapareció. Sólo encontré la que había puesto debajo de la almohada. La abrí cuidadosamente, con un dolor inmenso de haber perdido el resto. Saqué una hoja cuadriculada y una flor seca, con tinta verde decía “Estoy en la Plaza de Armas, y si aparecieras, preferiría estar contigo”.

jueves, 26 de marzo de 2015




Yo siempre quise ir a París.
Creo que lo deseo desde el mismo día en que mi cigüeña perdió el rumbo. Y probablemente tratarías de adivinar que me atrae el pan humeante de "Nature De Pain", o los faroles y sus sombras largas. Quizás puedas pensar que sueño con clavar mi pupila en la cúpula de la Ópera Garnier, o perderme en un beso solemne y sostenido, en un balcón con vista a la torre Eiffel... Quizás creas que es el alma de Juana de Arco, vagando por las misteriosas aguas del Sena, o el de Grenouille, en algún frasco de vidrio soplado, en la vitrina de una botica perdida en el tiempo... Y no es eso, tampoco aquella película "homme et une femme", que vi decenas de veces, y siempre lloré como si fuera la primera. No es la magia de Ratatouille, ni los museos, ni las ventanas con flores... Todo eso lo puedo ver desde mi palco. Mi deseo es mucho más mundano: lograr atarme con la elegancia parisina una bufanda.

sábado, 21 de marzo de 2015


***
Se van
parten de la cuerda donde pernocta su corazón desnudo
y entonan un diluvio de violines
se pierden en el horizonte
hasta ser el aullido de una sombra imperceptible
y en su lugar me dejan una aureola de libélulas
su carpa de cristal rojizo
y el salto inequívoco del ojo
                              -siempre alerta-

De este lado de acá ha muerto un árbol,
la primavera fue un esbozo de gorriones que se picoteaban
y donde era el mundo
sólo quedan las  tazas en que bebíamos café de madrugada
justo cuando vivir era una palabra cierta
tributo a la mesura
y en el mar no había otra latitud que no fuera el azul
                                                              para besarnos.

Pero ellos ya no tienen tiempo para echarle pan a las palomas
se repartieron las migajas que quedaban
y se fueron saltando de piedra en piedra
hasta quedar ausentes
con el rostro flotando como una sinfonía sorda de llantos
                                                       y aguaceros
y con la mano abierta,
que de tanto esperar,  casi no alcanza.

Ellos tienen las paredes húmedas
y el abandono seco
y las ventanas podían abrirse de par en par
pero estaban cerradas
ellos se fueron por los agujeros
y dicen que me envían mensajes en botellas,
pero mis manos son ácidas
y ya dije un adiós que quedó colgando en un retrato
marcándome la sed, como si fuera un óleo.

Nadie regresa

y aunque el mar sigue golpeando desesperadamente
hoy supe que un campo de girasoles se secaba
y sólo quedaba yo para salvarlo...
Todos los amigos se están yendo.    

         Santiago de Cuba, 1993

LA CAFETERA DE LOS SUEÑOS
Cuento infantil (Primeros lectores 5-7 años)


Hace mucho, mucho tiempo, conocí a tres hermanitos tan pequeños, pero tan pequeños, que vivían holgadamente en una cafetera. No era una cafetera mágica, ni antigua, ni siquiera era una cafetera de porcelana... Era una vasija común y corriente, eso si, debo decir que era de un color blanco extravagante, orgullo de la abuela Luna, quien semana por semana la limpiaba con bicarbonato y "abuelístico esmero".

Los hermanitos eran algo raros, en lugar de nacer de una panza de mamá, debajo de muchas lámparas que asustan, ellos nacieron de una vaina de frijoles, en la hortaliza de su abuela. Quizás por eso les gustaba estar afuera, jugar con escarabajos, que para ellos eran casi como vacas, y montar en bicicleta. No te imagines una bicicleta como la tuya, nooooo, la bicicleta de Sal, Azúcar y Pimienta (así se llamaban), se las hizo  la abuela, con la armadura de unos lentes viejos, que encontró en un cajón de tiestos.

Luna era de esas viejitas con un delantal a toda hora, con los bolsillos  llenos de cosas: un dedal, un lápiz, un rollo de papel, y hasta un par de monedas, por sí las moscas... Pasaba la mayor parte del tiempo en su cocina amasando y horneando, pero sobre todas las cosas riendo mientras leía las tiras cómicas de los periódicos.  Por eso decidió que sus nietos vivieran en la cafetera, para tenerlos cerquita, cerquita, y al mismo tiempo protegidos de los ojos chismosos y pendencieros de una que otra vecina. -Todo lo quieren saber-, decía Luna refunfuñando, cada vez que le preguntaban esto o aquello.

Azúcar era el más risueño, le gustaba esconderse en el bolsillo  y dormir  a ritmo del vaivén de la abuela, Sal era serio, hablaba poco y quería ser el jefe, dar órdenes, y tener a todos  marchando, y Pimienta era el rebelde, peleaba más que un Chihuahua y tenía una insoportable vocecita de silbato, pero los tres tenían algo en común: les encantaba inventar sueños.

- Eh, Azúcar, estás muy misterioso... Protestaba Sal, mientras limpiaba el pico de la
  cafetera como si fuera un deshollinador.
- No me interrumpas que estoy pensando,
- ¿Y en que piensas? ¿En las telarañas?
- Pues no, estoy pensando en los zapatos de abuela
-¿En los zapatos de Abuela?¿Y qué tienen de especial esos ruidosos y enormes
   zapatos ? Preguntó curioso Sal
- Pues nada... que zapato rima con plato, plato rima con pato, pato
  rima con sapo, y sapo no rima con preguntón, pero...
- ¡Ayuyy, ya!, - Lo interrumpió Sal enojado y continuó cepilla que te cepilla.
- ¡Y preguntón rima con zapatón! Azúcar seguía rimando y se reía a carcajadas
  mientras Sal refunfuñaba.

Y así pasaban los días, peleando y riendo, y volviendo a pelear.  Hablaban cosas sin sentido, y a veces inventaban su propio lenguaje usando sólo una letra de cada palabra, de este modo: T Q M, significaba " te quiero mucho".  También hacían trampitas, pero siempre terminaban confesando, justo antes de irse a la cama.

Los días eran divertidos, la luz se colaba por el pico de la cafetera y cuando hacía un círculo amarillo en la pared, como un gran reloj, ellos sabían que era hora de levantarse y bajar por la escalera hecha de fósforos.

Pero un día el círculo de luz no apareció
-Que raro-,  comentaban entre ellos,- desde que vivimos aquí nunca, nunca, nunca, hemos dejado de ver el círculo de luz-.
- SI, yo creo que algo muy extraño está pasando allá afuera...

Y era cierto. La abuela no había abierto las cortinas de la ventana, caminaba de un lado a otro en la oscuridad con un cucharón en la mano y arrastraba sin alegría sus zapatos.

- ¿De qué sirve poner la cabeza sobre la almohada, cerrar los ojos y pasar horas y horas sin hacer nada, sin ver,  ni escuchar nada? De día al menos puedo reírme con los condimentos (así le llamaba a sus nietos, cuando quería reunirlos a los tres en un sólo nombre).

La abuela Luna no quería dormir ni de día ni de noche, ni siquiera quería dormir sus siestas. Andaba muy rara, y ni Pimienta, ni Azúcar ni Sal, se atrevían a salir de la cafetera. Permanecían inmóviles pegados a la pared y el agujero, tratando de escuchar y enterarse.

- Parece que la abuela no quiere dormir, decía Azúcar
- Uy que problema, porque si no duerme, siempre va a estar cansada y peleona,-decía Sal con los brazos cruzados.
-¿Y si salimos y la hacemos reír con payasadas?
-No, mejor esperemos a ver si se duerme en su sillón y entonces vamos en puntillitas para no despertarla...
- ¡Un momento! interrumpió Sal con énfasis, mientras se trepaba en una diminuta silla.Tenemos que hacer una junta de condimentos para organizar un plan...
-¿Y qué tiene que ver un "pan"con todo esto? Preguntó Pimienta, con asombro.
- Ay PImienta-pimentita-pimentón, no dije pan, sino plan.
-Ahhh... ¿Y un plan para qué?
-Para que la abuela duerma como antes, a todo vapor, roncando como una locomotora.
-¿Qué creen si le cambiamos la almohada? Propuso Azúcar.
- No, no creo que eso funcione. El problema es mucho mas serio, la abuela necesita
  sueños, para dormir en colores.
-¡Sueños! Claro, eso es, si sueña ya no pensará que dormir es inútil y aburrido.
- Pero¿Y cómo hacemos para que nuestros sueños lleguen hasta ella?
- Hum, tengo una idea. Dijo azúcar mientras registraba un cajón y sacaba algunos
 lápices de colores.

-¡Condimentos! - gritó la abuela, interrumpiendo de inmediato la junta. ¿Me pueden explicar por qué no han bajado a desayunar?

Azúcar soltó los lápices del susto, y estos rodaron por todos lados; Sal se tiró de la silla y Pimienta se tapaba la boca para que su risita burlona no llegara a oídos de la abuela, quien ya había destapado la cafetera y los observaba con un enorme ojo a través de su lupa.

 -Ya abu, ya vamos, respondió rápido Azúcar. Es que estábamos pensando.... Pero no pudo terminar la frase, Pimienta le dio un pellizco para que se callara, y Sal aprovechó para explicarle que el plan era oficial y extraoficialmente secreto.

Ellos desayunaban siempre lo mismo: semillas de girasol. Cada  uno se subía a un girasol del jardín y listo. Ese día fue igual y entre semilla y semilla, y algún que otro estornudo se pusieron de acuerdo sobre cada detalle para llenar la noche de abuela con sueños.

-Lo primero que vamos a hacer es mudarnos de la cafetera.
-¿Y para dónde?
-Pues, para cualquier lugar, una gaveta, la caja de costuras,
-Ya se! Interrumpió, Pimienta, nos mudaremos para la azucarera, de todos modos esta vacía desde que la abuela empezó a endulzar todo con miel.
- Al estar la cafetera vacía invitaremos a la abuela a tomar infusiones de frutas y....
Ohhh, ya entiendo, susurró Pimienta.

Y pusieron manos a la obra. Aprovechando que la abuela estaba entretenida con un periódico,  se colaron en la cafetera, armaron andamios con libros, cajas de fósforo, cucharas y cuanto tareco encontraron y empezaron la mudanza, hasta que la cafetera quedó completamente deshabitada. A la azucarera tuvieron que hacerle un puntal con un tenedor, para que la tapa quedara ligeramente inclinada. No era tan cómoda como la otra "habitación", pero por aliviar a la abuela, ellos eran capaces de renunciar a cualquier cosa.

- Uy al fin terminamos, se quejaba pimienta.
- Nada de eso, ahora vamos a pintar los sueños. Vamos a dividir la pared de la cafetera  en tres partes iguales y cada uno pintará un sueño diferente.
-¿Y para que tantos?
- Pues para que le duren toda la noche.

Pintaron y pintaron desde mariposas azules hasta pájaros de fuego... pintaron cuanta cosa les pasó por la mente, luego recogieron los lápices y se apresuraron a esconderse en la azucarera.

Cuando la abuela regresó, se detuvo en el centro de la cocina y miraba de un lado a otro, por acá la cafetera, por allá la azucarera ligeramente transparente y los condimentos moviéndose como loquitos... Tratando de llamar su atención. ¿Y aquí que está pasando?, se preguntaba ella entre dientes.

Sal se encaramó sobre los hombros de Pimienta, y Azúcar sobre los hombros de Sal y su cabeza quedó justo afuera.

-Pstt, abuela, abuela
-¿Que ocurre aquí Azúcar? ¿Por qué se han mudado sin avisarme? Les preguntó la abuela extrañada, pero sin enfado.
- Estábamos aburridos y decidimos cambiar de paisaje.

La abuela se quedó pensativa por un instante y como estaba tan triste y no tenía ganas de pelear, asintió con la cabeza y añadió.

-Pues pensándolo bien, no es mala idea, porque ahora podré preparar una infusión de frutas para el desvelo.

Cuando los condimentos oyeron esas palabras se alborotaron tanto que la torre humana que habían hecho uno sobre el otro se derrumbó y terminaron tirados en el suelo haciéndose cosquillas. Todo había salido según su plan.

La abuela  echó agua y frutas en la cafetera, encendió una débil llamita y cuando el agua empezó a hervir y el vapor a salir por el pico, los sueños tomaban forma, se respiraban en toda la casa, salían por la ventana y se esparcían por todo el pueblo. La abuela se servia su infusión humeante y exquisita en una tasa blanca, se sentaba en la mecedora y poco a poco el sueño la vencía.

Cada mañana los condimentos limpiaban la cafetera y dibujaban nuevas historias. La abuela nunca mas, pero ni una sola vez, volvió a estar triste, dormía feliz  toda la noche y por la mañana temprano abría de par en par las ventanas. Luego se sentaba con los condimentos entre los girasoles y les contaba sus sueños, contaba historias increíbles y ellos ponían cara de asombro, y de vez en vez intercambiaban miradas de complicidad. Ella nunca supo cómo ocurrió, Sólo se que vivió una vida larga y feliz,  arrullada por el sonido del hervor y embrujada por la fantasía de la cafetera de los sueños.























Fragmento 3

Juro que no soy culpable... Ni de los edificios-cajones, ni de la sardina en latas, ni de los zapatos de punta redonda, ni de los especialistas privilegiados, ni de los muñequitos que nadie quería ver, como  Volka y Lolka, que ni siquiera eran rusos. Pero especialmente juro que no soy culpable de que después de odiarlo tanto, lo perdieran todo. No me condenen, soy inocente, yo también estoy aquí. (Santiago de Cuba, 1993)


Todavía recuerdo sus gritos, sus dientes amarillos y su saliva salpicándome, sin control, sin orgullo ni misericordia, como un agonizante que no encontró otra grieta para respirar que no fuera destilando su rabia sobre ni hambre.
Yo estaba en segundo año de filología en Santiago, y tendría unos 19 años... y corría el  1993. Pasaba meses sin poder ir a casa,  primero porque no tenía dinero, y segundo, que aún si hubiera tenido dinero, no había cómo vencer aquella distancia. Pasaba días enteros en la autopista, a ver si alguien me recogía y me adelantaba, de tramo en tramo. Así mi viaje, que normalmente sería de un par de horas, a veces duraba 8, 10, 12 o en el peor de los casos, simplemente no ocurría. Y aquel día fue igual, después de pescar una insolación  dramática sin ningún resultado tuve la peregrina idea de ir a la estación de ómnibus. Para mi suerte había allí, a punto de partir, uno con destino a Bayamo. Entonces pensé:  
Ok, olvida la variante de un pasaje, porque no estas en ninguna de las listas milenarias para poder lograr uno, y olvídate de un soborno, porque lo que tienes son cinco pesos en el bolsillo, y para eso necesitarías unos 50. Así que descartadas las dos variantes con probabilidades de éxito, no me quedó más que disponerme a implorarle al chofer que me llevara. Han pasado más de veinte años, he superado enfermedades, desamores, he enterrado muertos, me he caído y levantado más de una vez, y nada, absolutamente nada ha dejado en mi una marca tan caótica como la que me dejó la decisión de acercarme a aquel chofer de ómnibus y decirle: "Señor: yo soy estudiante, usted cree que me pudiera llevar hasta Bayamo?"
Yo todavía no se sí fue mi acento, mi cansancio o mi total falta de gracia, pero aquel hombre se viró hacia mi, despacio, como quien aún esta dudando, y preguntó, con una mueca  no me quedaba claro si era de fealdad o de desprecio...
- ¿De dónde eres?
Debo ser honesta y decir  que, en mi ingenuidad, esa pregunta me supo a gloria, tanto que no pude evitar esa sonrisita bucólica de "Esto empezó bien... Ahora entablo una breve charla y en cuestión de minutos... Tan-ta-ra-rá, estaré adentro". Y pensé:  Si le digo que soy bielorrusa, no va a saber ni un carajo de qué le estoy hablando, así que mejor digo "soy rusa" que eso todo el mundo lo conoce, y así me ahorro explicaciones, y abrevio el proceso de sentarme en el ómnibus.
-Yo soy rusa-, me apresuré a decirle y me quedé mirándolo con mi cara de vaca loca...

En lugar de respuesta recibí un escupitajo, lo vi venir, escuché como lo rebuscaba en su garganta sin disimulo, como sus músculos se inflaban buscando la velocidad necesaria para que sus babas salieran como un disparo mortal hacia mi. Por suerte no tenía buena puntería porque  "aquello" me pasó por la izquierda y siguió rumbo desconocido.
Pero yo seguía allí, quería pensar que era un accidente. Tenía que ser un accidente aquella barbarie. Entonces empezó a hablar:

-Prefiero pasarte por arriba como una rata, antes que llevarte a ninguna parte, por tu culpa nos estamos muriendo de hambre, maldita rusa.

Sus palabras se acomodaban en mis oídos como serpientes, en cuestión de minutos cientos de personas estaban alrededor de nosotros y él seguía vomitando su veneno, exponiendo sus heridas sangrantes. Recuerdo que mi  bolso se resbaló de mis manos, ya no escuchaba, y él seguía culpandome, no bajaba su dedo índice, en algún momento traté de decirle que iba a llamar a la policía, pero tenia un bloque de cemento en la garganta,  y  acto seguido noté en el público un par de ellos, uniformados, riéndose indiferentes.   Sabía que tenía que irme, pero no podía caminar, apenas podía sostenerme. Recuerdo que entrelacé mis brazos sobre el estómago adolorido y vacío, como para que no se me saliera el corazón por cualquier hueco, y me fui moviendo, doblada, me temblaba todo el cuerpo. Nadie me socorrió, no me crucé ni con una mirada de consuelo.

Ya era de noche, todavía recuerdo la luna llena. Llegué hasta la residencia estudiantil de Quintero, subí la escalinata, en cada escalón me lastimaba los dedos, porque, entre la agonía del alma, el llanto y el hambre de no haber comido nada desde el día anterior,   estaba tan frágil que no tenía fuerza ni para levantar los pies lo suficiente. Me metí en la ducha hasta que se me gastara la vergüenza, me acosté como dios me trajo al mundo y le pedí a El,  que me llevara, que ya yo no podía, no quería, ni merecía nada más.


No sé exactamente qué hora sería, cuando me despertaron los gritos del custodio que cuidaba la residencia, y cuyo punto de sentarse en un taburete, era justo en los bajos del edificio F, muy cerca de mi ventana. Primero no entendí nada, como de costumbre, pero luego supuse que estaba en medio de una pesadilla, porque aquel custodio, que no tenía nada que hacer dentro de mi edificio, dado que su trabajo era calentar su taburete y chismosear la correspondencia… estaba frente a mi habitación, en la tercera planta, preguntándole a alguien que dónde dormía “ la rusa”. Me quedé paralizada, me tapé cabeza y todo y empecé a rezar una jerigonza dirigida a “quien pueda interesar”, porque ya a esas alturas no sabía ni a quien dirigirme.
Ya se me estaba poniendo medio gacho el ojo izquierdo, cosa que sólo me pasa en situaciones extremas, cuando tocaron en mi puerta. Es que yo no lo podía creer, ¿cuál era el pecado que me había tocado resarcir ese día? ¿Acaso sería yo la Juana de Arco bielorrusa, que tendría que ir a la hoguera? Mientras mi cabeza se llenaba de hipótesis, el hombre tocaba más y más fuerte en mi puerta… estuve a punto de meterme debajo de la cama. Pero decidí darle frente. De mi garganta salió un “dígame” que por más que lo repetía no se escuchaba ni por mí misma. Me enredé en la sábana, me acerqué a la puerta. (No puedo dejar de reirme recordando esto).
-¿Que usted quiere?, le pregunte casi en silabas.
-¿Tu eres la rusa? me interrumpió, sin mucho protocolo.
-Bueno… yo… -Empecé a balbucear, tratando de ganar tiempo, a ver si se me ocurría una respuesta, por poco me orino, y continué…- No exactamente, mi país está por ahí cerca…
-Chica deja el jueguito y acaba de bajar que te están esperando.
-¿A mí? ¿Y quieeeen? -. Demás está decir que el hecho de alguien me estuviera esperando allá abajo en medio de la madrugada, no era algo común, de hecho, era inédito.
-No sé, es un camión lleno de gente.
-¿Qué Queeee?
Y el hombre se fue. Entonces me asomé por la persiana y efectivamente había un camión enorme, abierto, lleno de gente. Yo no iba a bajar, ya lo había decidido. Pero nada más hice sentarme en mi cama aquel carro empezó a pitar y encender las luces intermitentes. Eso, en el silencio y la oscuridad de Quintero, una madrugada de sábado. Ya taparme la cabeza o meterme debajo de la cama no era suficiente, ya me quería meter dentro de la taquilla, desaparecer, escurrirme por el tragante de la ducha… Y el camión no paraba y mi corazón tampoco. Me llené de coraje, porque ya me estaba enojando, me enganché una bata de floripones, bien rusa, y bajé. Nada más hice salir del edificio oí los gritos de un hombre:
-¡Dale mijita, apúrate, que vamo pa Bayamo, hace media hora que
te estamo esperando!
-¿Pa Bayamo? ¿El que está por allá después de Jiguaní?-. Empecé a
preguntar tonteras, porque ahí si me quedé en shock-.
-Si mija, vamo, súbase, a ver… yo la ayudo.
- Es que yo no tengo dinero- Trate de explicarle, aun sin entender nada
de nada.
-Que dinero, ni dinero, su viaje está más que pago-. Me respondió con
una sonrisa tan dulce, que me curó el espanto.




Humanidad.

Hay hombres con ojos de locos
y locos con ojos de hombre
hay hombres sin ojos
y ojos sin hombres
y hay tuertos.